sábado 26 de octubre, 2024

La verdad secuestrada

Publicado el 20/05/16 a las 2:44 pm

ministrosPor Samuel Blixen.

En vísperas de la 21ª Marcha del Silencio, un balance de la lucha por la verdad y la justicia exhibe contradicciones, renuncias, omisiones y mezquindades de quienes desde hace 30 años levantan las banderas.

Dentro de 14 días, el 27 de mayo, el coronel retirado Manuel Cordero se sentará en la sala de audiencias de los tribunales de Comodoro Py, en Buenos Aires, para escuchar la sentencia definitiva del juicio sobre el Plan Cóndor que instruye el Tribunal Oral en lo Criminal Federal número 1 de la Ciudad de Buenos Aires. Será castigado por su responsabilidad en la desaparición de diez prisioneros y en torturas infligidas a otros 36 exiliados secuestrados en Automotores Orletti, el centro clandestino de detención que operó como base de los grupos Cóndor. La sentencia será una verdadera condena a cadena perpetua.

Cordero, de 77 años, debería haber respondido en Uruguay por numerosos delitos de lesa humanidad, entre ellos la desaparición de personas, asesinatos, torturas, chantajes y violaciones. Pero en 2004, cuando lo citaron a un juzgado penal para responder por unas declaraciones ofensivas contra magistrados, prefirió huir del país antes que pisar un juzgado. Cruzó la frontera y se instaló en Santana do Livramento, porque ningún juez procedió a ordenar el cierre de fronteras. Pese a estar prófugo, cobró religiosamente su jubilación en la dependencia del Brou en Rivera hasta que en 2007 fue detenido por orden de la justicia brasileña; también obtuvo dos préstamos sociales en el Banco República, que cobró su hija, uno de los cuales utilizó en Buenos Aires, después de que fuera extraditado en 2010 a pedido de un juez argentino, para procesarlo en la causa del Cóndor. Los jueces uruguayos demoraron tanto el pedido de extradición que los argentinos les ganaron de mano.

El caso Cordero es paradigmático, ejemplifica uno de los costados del perverso proceso que invariablemente desemboca en la frustración cuando se trata de descubrir la verdad e imponer la justicia en los delitos de lesa humanidad, y de reparar a la sociedad por el lastre de la impunidad que condiciona y bastardea el futuro. La democracia no debería ufanarse demasiado por lo hecho en materia de derechos humanos: desde 1985 hasta ahora sólo 28 militares y policías fueron procesados, y algunos condenados, de una lista que se aproxima a los 400 denunciados. De un total de 187 desaparecidos (una cifra que fluctúa según la fuente), en estos 31 años se han rescatado en Uruguay cuatro restos, ¡cuatro! Dirán que es imposible ubicar los cementerios clandestinos si los militares no aportan la información. Y le darán la razón al ministro de Defensa, quien reclamaba autorización para torturar, porque de otra manera, decía, no se obtendrían los datos.

Falso: que se sepa, en Argentina y en Chile los investigadores no torturaron y sin embargo los resultados de las investigaciones son sorprendentes, en materia de ubicación de restos y de responsables castigados. Es posible saber la verdad, actuar con decisión en el “nunca más” y escribir la verdadera historia. Pero se requiere que los poderes del Estado, los políticos, los funcionarios, los jueces, los investigadores, actúen de verdad.

En Uruguay el Estado sigue siendo el principal encubridor. Un Parlamento democráticamente elegido aprobó por mayoría (y en función de la “lógica de los hechos”, léase la presión militar) la ley de caducidad; una Suprema Corte convalidó por mayoría la constitucionalidad del engendro; y un presidente colorado archivó todas las denuncias judiciales asestando un serio golpe a la independencia judicial, que desde entonces, y en la mayoría de los casos, pispea las señales sobre el humor político antes de actuar. Ese presidente negó enfáticamente que en Uruguay hubiera niños robados por militares, y a los tres meses apareció Macarena. Un presidente blanco pactó con los militares otro capítulo de impunidad aceptando groseras fábulas que dejaron sin castigo a los responsables de la desaparición y asesinato del chileno Eugenio Berríos, que reiteró otra “lógica de los hechos” para un Cóndor en democracia. Otro presidente colorado inventó la Comisión para la Paz; sus responsables hablaron con militares y aceptaron como cierta la versión de que los cuerpos de los desaparecidos fueron exhumados de los cementerios clandestinos, cremados y sus cenizas dispersadas en el mar. Muy poco después se desenterraban los restos de Fernando Miranda en el predio del 13 de Infantería. Se dijo que esa era la excepción que confirmaba la regla: hubo otras tres excepciones.

El aporte frenteamplista a una política diferente permitió desarchivar las denuncias judiciales pero fue incapaz de involucrarse en la investigación de los crímenes; las estructuras estatales no hicieron nada para obtener pruebas que alimentaran las causas judiciales; una parte importante de la burocracia frenteamplista no estaba verdaderamente comprometida en la lucha contra la impunidad y anticipaba en los hechos la propuesta de que la biología resolviera el problema. En esa política dual y gatopardista hubo expresiones en uno y otro sentido: hubo diputados y senadores que a último momento restaban su voto para eliminar la ley de caducidad; y hubo alguna ministra, ubicada en la cúspide del poder militar, que actuó con determinación cuando recibió el dato y logró ubicar uno de los archivos que la estructura uniformada mantiene ocultos. El poder político fue capaz de instrumentar un acuerdo con la Universidad para una investigación arqueológica y otra investigación histórica, pero al mismo tiempo impuso una cláusula de rigurosa confidencialidad, que va en contra de la esencia universitaria. Las excavaciones se iniciaron bajo un clima de esperanza (para los familiares que aún no concluyeron el duelo de sus desaparecidos y para la sociedad toda), pero nada se hizo cuando los militares amedrentaban a los antropólogos, filmaban todos sus movimientos, movían de lugar las señales de trabajo e impedían la acción de algunos jueces. Nadie tomó medidas ejemplares, y esa subimpunidad alimentó la reciente incursión de “desconocidos” en el laboratorio del Grupo de Investigación en Arqueología Forense (Giaf).

La iniciativa presidencial de solicitar a los mandos militares información sobre los restos de los desaparecidos, en un plano de confidencialidad, terminó en una burla que indujo al presidente a señalar el lugar específico donde supuestamente debían estar, con un 99 por ciento de certeza, los restos de la argentina María Claudia García de Gelman, un caso particularmente sensible porque su traslado clandestino desde Buenos Aires, su desaparición y su asesinato obedecieron al propósito de atender su parto a los solos efectos de robarle su bebé, destinado a ser entregado a un jerarca policial. Se impuso el 1 por ciento restante.

La difícil tarea de ubicación de enterramientos clandestinos tuvo su contraparte en las gestiones secretas de un secretario de la Presidencia que se reunió con el cogollo de los criminales de la dictadura para ofrecerles, a cambio de “unos huesitos”, una salida “política” para evitar su encarcelamiento. La fórmula propuesta por el negociador consistía en imponer el criterio de que los crímenes habían prescrito judicialmente, y es la misma que invariablemente impulsan los abogados de los criminales y en ocasiones es refrendada por algún tribunal de alzada y la Suprema Corte de Justicia. Esa negociación infructuosa, que buscaba un atajo para resolver el “problema de los derechos humanos”, dejó de ser secreta cuando los interlocutores uniformados difundieron las grabaciones de esas conversaciones. La Presidencia negó tibiamente la oferta de un cambio de huesitos por información, y no hubo ninguna sanción para el alto funcionario que las llevó adelante; la oposición, que reclama a diestra y siniestra la destitución de ministros, no se dio por enterada en este caso.

Un costado particularmente irritante de la postura del gobierno es lo que podría llamarse el “financiamiento de la omertà”: de los 20 militares encarcelados (aunque algunos gozan de prisión domiciliaria) sólo dos están en situación de reforma: José Arab y Gilberto Vázquez, y por tanto sus familiares cobran apenas una parte de su jubilación. Están en situación de reforma por episodios de indisciplina: los graves crímenes por los que fueron procesados éstos y los otros 18 militares no merecieron tribunales de honor; el honor militar no se resintió por los asesinatos, torturas y violaciones a prisioneras, y por lo tanto cobran la totalidad de su jubilación. El reclamo de instalar tribunales de honor para juzgar la conducta criminal cayó en oídos sordos. Y lo mismo ocurre con los militares que están fugados o procesados en el exterior, con el agravante de que, además de la jubilación, los tres oficiales procesados en Chile por el asesinato de Berríos, y Cordero en Argentina, están asistidos en sus defensas con financiación del Estado uruguayo. Un caso particularmente paradójico es el del capitán de navío Jorge Tróccoli, sometido a juicio en Italia: el Estado le paga su jubilación y a la vez le paga al abogado italiano que procura su condena; no se sabe si, además, el Estado uruguayo paga los servicios del abogado que lo defiende.

El caso de Tróccoli enhebra y acumula las más flagrantes contradicciones. Puesto en evidencia por sus compañeros estudiantes de Humanidades, que reconocieron en aquel “viejo” que estudiaba antropología al torturador de Fusileros Navales (Fusna), el capitán de navío retirado no tuvo mejor idea que escribir un libro justificando su pasado de torturador; intentó reducir su responsabilidad con el mismo argumento que el coronel Asencio Lucero, para quien la picana es un cosquilleo y la desnudez de las prisioneras un recurso para explotar el pudor a favor de la confesión.

La confesión impresa de Tróccoli no tuvo su contraparte en una fulminante acción judicial, de modo que para cuando las víctimas formalizaron la denuncia, el capitán de navío optó por abandonar el país con un pasaporte italiano. Fue detenido en Salerno en 1995, cuando se inició un pedido de extradición, pero al embajador uruguayo en Italia se le pasó por alto un trámite formal que desbarató la extradición y permitió que Tróccoli viviera desde entonces en libertad. En una causa por las desapariciones de italianos en el marco del Plan Cóndor, terminó siendo enjuiciado y su juicio se despliega actualmente en Roma. De hecho, Tróccoli había sido identificado como torturador por el ex marino Daniel Rey Piuma en su libro Un marino acusa, pero los elementos aportados no fueron suficientes para poner en marcha los engranajes de la justicia. Entre la exposición pública de Tróccoli y su fuga a Italia medió un lapso que permitió su identificación como represor en Argentina de ciudadanos uruguayos exiliados pertenecientes a los Grupos de Acción Unificadora (Gau), que eran blanco de la inteligencia naval. Lo que ahora asombra es la revelación de que, en ese limbo que vivió Tróccoli antes de su fuga, el capitán de navío fue entrevistado en más de una oportunidad, en forma reservada, por una militante de los Gau que asumió protagonismo en su carácter de miembro de la organización Madres y Familiares de Desaparecidos. Hoy se sabe que Tróccoli es responsable directo de la desaparición en Buenos Aires de varios militantes del Gau, y uno de los impulsores de una experiencia de inteligencia en el Fusna que, copiando a los represores de la Esma argentina, instaló lo que se llamó “La Computadora”, donde prisioneros de Fusileros Navales aceptaron realizar tareas de análisis de las declaraciones arrancadas bajo tortura a otros prisioneros, para evaluar la veracidad y la utilidad de las confesiones. El reclutamiento para La Computadora requería un análisis previo de las características psicológicas del colaborador y un conocimiento de éste sobre la realidad interna de su organización. En La Computadora trabajaron comunistas, Gau y tupamaros, que analizaron, incluso, los interrogatorios a que fueron sometidos desaparecidos apresados en Argentina. Un detallado informe sobre La Computadora, elaborado por oficiales de inteligencia del Fusna, fue entregado en 2005, junto con otros documentos, a la Presidencia por el comandante de la Armada; pero ese documento, calificado como confidencial, no llegó a ningún juzgado, aunque un ministro de Defensa se lo entregó a la militante de los Gau que integra Familiares; el documento quedó “archivado” durante años. Puede ser penoso hablar de estos vericuetos, pero son parte de la historia que debe conocerse para tener una explicación de por qué la lucha por la verdad enfrenta tantos obstáculos.

OBEDIENCIA DEBIDA. Entre las dificultades para descubrir la verdad, el silencio de los militares acapara un porcentaje alto de responsabilidad. Pero también tienen su cuota las mezquindades, los celos, los cálculos políticos y los oportunismos, a todos los niveles: políticos, judiciales, sociales y académicos. La mayoría de los jueces penales han estado omisos o toman decisiones para engañar el ojo: por ejemplo, al reiterar procesamientos contra las figuritas conocidas (como Gavazzo), pero eludiendo actuar contra otros denunciados, tanto militares como civiles; tal es el caso del director del Hospital Militar en 1973, y los médicos que “atendieron” a Luis Roberto Luzardo, a quien una bala lo dejó cuadrapléjico y que murió después de meses de sufrir hambre y permanecer postrado en una cama sin que fuera higienizado, lo que derivó en la multiplicación de escaras.

Cuando un juez penal procesó por homicidio a Ricardo Zabala, el policía que secuestró al maestro Julio Castro, un tribunal de apelaciones revirtió el fallo aduciendo, nada menos, que “obediencia debida”; la Suprema Corte convalidó la libertad de Zabala. Cuando una jueza está a punto de procesar al general Pedro Barneix por el homicidio de Aldo Perrini, la Suprema Corte no encuentra otra solución que trasladar a la jueza sin explicar los motivos, con lo que, de hecho, detiene la acción judicial en numerosos expedientes.

Simultáneamente era de esperarse que la incautación de un archivo militar en el local de la Escuela de Inteligencia, una dependencia de la Dirección General de Inteligencia del Estado, alimentara con información nueva los procesos judiciales en curso y otros que, por diferentes razones, están detenidos. La incautación llevó en 2006 a la entonces ministra de Defensa a impulsar un contrato de obra para escanear los rollos de microfilmes guardados en un armario de la citada escuela. Después de dos años de trabajo, los dos contratados entregaron en 2009, al nuevo ministro de Defensa, los 1.144 rollos de microfilmes y los 51 Dvd con las 3 millones de imágenes que conforman el respaldo digitalizado. En el informe entregado al ministro se especificaba que cinco rollos referidos a documentos elaborados por informantes y uno referido a los colaboradores durante la dictadura estaban lacrados por orden de responsables de inteligencia, entre ellos el general Barneix. El informe sugería la preservación adecuada de los rollos (considerados como los originales, en el supuesto de que los papeles habían sido destruidos) y la dispersión del material digitalizado a fin de asegurar su existencia. También se sugería que el trabajo de ordenamiento y análisis de los documentos requería por un lado mayor cantidad de contratados (el volumen es comparable a una biblioteca de 12 mil libros de 250 páginas cada uno), y por otro la utilización de un buscador digital para hacer el cruzamiento de datos que permitiría establecer el verdadero valor de la documentación incautada; también se sugería que el escáner se mantuviera conectado a las computadoras utilizadas, a efectos de realizar digitalizaciones de imágenes ilegibles.

El ministro no sólo no dispuso entregar el buscador digital, sino que desarticuló el soporte técnico, y no renovó el contrato. No se sabe si aceptó la sugerencia de dispersar el material escaneado; se sabe sí, que los 51 Dvd fueron entregados al Archivo General de la Nación, pero sólo 16 fueron aportados al coordinador general del equipo de investigación histórica de la Facultad de Humanidades, en lo que sería la columna vertebral de la elaboración de los cinco tomos publicados en la web de Presidencia, y cuya última actualización está fechada en 2015. Los 16 Dvd se sumaron a los materiales obtenidos en otros cinco archivos, en particular el de inteligencia policial y el de la cancillería, pero se desconoce si el equipo de historiadores accedió al contenido del resto de los discos. Algunos de los rollos lacrados por el general Barneix dan cuenta de la intensa tarea de espionaje desplegada entre 1985 y 2003 y la capacidad de la inteligencia militar para ubicar infiltrados en el entorno de Wilson Ferreira Aldunate y Carlos Julio Pereira, y del Mln-Mpp.

El trabajo del equipo de historiadores se centró en la “sistematización de la voluminosa documentación seleccionada”, pero eludió explícitamente la labor de análisis de inteligencia del material, a efectos de producir insumos para la justicia; entre otras cosas, se descartó el uso de un buscador digital. La cláusula de confidencialidad pretextó el negar documentación a familiares de las víctimas del terrorismo de Estado, y el monopolio de la información –se sostuvo– sólo se doblegaría ante una orden judicial. Quizás ahora, con la firma de otro convenio entre la Universidad y la Presidencia, que excluye la cláusula de confidencialidad, será posible acceder a la documentación en un régimen de transparencia, lógicamente acotado a ciertas normas. Pero eso siempre y cuando se establezca dónde está la totalidad del material incautado.

Por cierto, los criterios razonables para el manejo de la información no aparecen claros en los volúmenes publicados por la Presidencia y el equipo de historiadores. A lo largo del texto (ordenado en un estilo más que barroco, churrigueresco, casi iniciático) se pueden detectar diferentes criterios de manejo de la información, siempre contradictorios entre sí. En algunos casos, particularmente en los textos y la elección de los documentos referidos al Partido Comunista, hay una elección determinada de evitar la inclusión de nombres y modificar el original apelando a las iniciales de los apellidos, lo que expresaría un criterio compartible. Pero en otros casos, en textos relacionados con el Mln, el Pcr y el Pvp, el historiador no tuvo empacho en exponer los nombres completos, de modo que no queda claro cuál fue el criterio utilizado, o la razón de utilizar dos criterios antagónicos. Lo mismo con la transcripción de documentos. En algunos casos se incurre en la reproducción total de actas de interrogatorios que exponen al torturado, y que en general se refieren a desaparecidos del Mln y los Gau; no ocurre lo mismo en otros casos, donde la documentación sufrió una benévola censura. El resultado final parece apuntar a la elaboración de una verdad oficial. Quien se tome el trabajo de bucear en la obra podrá alimentar sospechas de un tratamiento desigual para situaciones iguales, donde despuntan algunos criterios de política mezquina que enturbian la búsqueda de la verdad.

Es en este contexto que una porción importante de la sociedad civil, tozuda y empecinada, encara la 21ª Marcha del Silencio, el próximo miércoles 20.

TOMADO DE BRECHA, 13/5/16

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