DEL CONSENSO A LA CONFRONTACION
Publicado el 11/11/09 a las 12:00 am
Por Constanza Moreira.
El 29 de noviembre habrá cerrado un ciclo más de la breve historia de la democracia uruguaya de posdictadura. Es la sexta elección que se procesa y la primera que se produce luego de un período en el que el Uruguay no ha estado gobernado por un pacto entre partidos. La virulencia e incertidumbre de este último tramo de campaña están vinculadas a ambos fenómenos: el del fin de la dictadura, y el del fin del pacto entre partidos, y sin recurrir a esto resulta difícil entender cómo el Partido Colorado ha resurgido, en la peor de sus versiones, a protagonizar enfrentamientos con el FA, a través de sus dos líderes históricos (Jorge Batlle y Sanguinetti).
Muchos aseguran que sólo con la llegada del FA al gobierno se completa en Uruguay la transición a la democracia. Y es que sólo con la llegada de la izquierda al gobierno emergerían y se harían visibles ante la sociedad uruguaya los hechos del pasado. Es por ello que este período, que debería haber portado la señal del futuro (porque el FA era un partido nuevo, el partido del cambio y de la esperanza de la renovación), será, sin embargo, recordado por haber desenterrado el pasado. Nunca como ahora los hechos sucedidos, antes y durante la dictadura, han estado tan presentes. Como muestra basta citar cuatro ejemplos de este movimiento: se realizó una extensa investigación sobre los detenidos-desaparecidos solicitada por Presidencia a la Universidad de la República; se procesaron por primera vez a policías y militares por delitos de lesa humanidad; se dio un importante debate sobre la historia reciente tendiente a incorporar esta discusión en la enseñanza media y se aprobó por primera vez una ley de reparación integral a las víctimas de la dictadura. Al parecer, sólo la izquierda podía hablar, legislar e investigar sobre los horrores de la dictadura. Pero las reacciones, aunque demoradas, llegaron. No fue hasta que Mujica se reafirmó como el futuro presidente de los uruguayos, quienes se hicieron sentir. Los sucesos de esta última semana están vinculados a ello.
Esta es la razón por la cual Sanguinetti optó por publicar «La agonía de la democracia». Como él mismo señaló al ser entrevistado, quería evitar que los estudiantes se quedaran con una sola versión de los hechos, a su juicio, tergiversados: la historia desde la izquierda. O como un vocero del Partido Colorado señaló en un seminario: evitar que la izquierda pasara de la tesis de los dos demonios, a la tesis de «un sólo demonio». Y esta es la misma razón por la cual, inútilmente, el Partido Colorado vuelve a insistir en la responsabilidad de la izquierda respecto a la dictadura. Hay una versión de la dictadura que está en franco retroceso frente a la avanzada de los intelectuales de izquierda, y es la otrora «historia oficial». La lucha por la interpretación de lo que pasó puede ser mucho más dura que la lucha por un sillón presidencial. Sus efectos, asimismo, suelen ser más duraderos.
También aquí debemos reconocer que no es la primera vez que el Partido Colorado levanta su índice acusador contra la izquierda un índice que, curiosamente, nadie levanta contra el Partido Colorado, aunque haya sido un presidente de origen colorado quien dio el golpe de Estado, y aún cuando se hayan reclutado de entre filas coloradas algunos de los cuadros técnicos y políticos que signaron los primeros años del gobierno de facto; algunos reciclados luego en democracia. Pero nunca como hasta ahora había sido tan extendida y encendida la protesta y la indignación. Y esta es la razón por la que un juez llamó a Batlle a declarar por sus dichos en los medios de comunicación, evitando que esos dichos quedaran restringidos a afirmaciones producidas en medio de una campaña electoral por demás encendida y se incorporaran, como es debido, a la investigación judicial en proceso.
Pero en medio de estas acusaciones sobrevuela la idea de que acerca de lo que está en juego (el programa, el «modelo»), las diferencias no son tan grandes. ¿Cómo explicar el acuerdo implícito entre «modelos de país», con la virulencia de la campaña de difamación llevada a cabo contra el FA?
De ganar el FA, se vuelve a afirmar un gobierno de un solo partido, desandando un siglo de gobiernos de coparticipación. Y, por supuesto, privando una vez más, y por otros cinco años, a los partidos tradicionales de incorporarse al aparato del Estado, desde donde sobrevivieron y se reprodujeron a lo largo del siglo XX. Entonces, no es casual que aparezca la teoría del equilibrio entre poderes o de la pretensión de unos y otros de que haya mayor diálogo entre las partes o, incluso, la idea de «moderar» el tema de los modelos de país que representarían una parte y la otra en la elección de noviembre.
Las razones hay que buscarlas en las expectativas, por demás razonables, que se cernían sobre el gobierno de la izquierda por parte de la élite política tradicional. Se esperaba que el gobierno moderara ideológicamente al FA (más aún) y que de la indiferencia programática progresiva entre partidos pudiera emerger, nuevamente, un modelo de integración de partidos. La candidatura de Mujica puso fin a todas estas pretensiones. Y es por ello que es tan resistido fuera de la izquierda (y aún en parte de ella), porque pone fin a la cultura de la consensualidad propia del sistema de compromiso que hizo a la democracia uruguaya.
A lo largo del siglo XX, Uruguay se vio como un ejemplo de «consensualidad» entre ganadores y perdedores. Así, se consagró un «sistema de compromiso» entre la colectividad colorada y blanca, que dio lugar a fórmulas como las del gobierno bicéfalo (1918 y 1933, con presidente y Consejo de Administración) y la de Colegiado (entre 1952 y 1966, con un Consejo Nacional de Gobierno con representantes en mayoría del partido ganador y en minoría del partido perdedor). Después de la transición democrática, el sistema se volvió a reeditar bajo el formato de coaliciones más o menos duraderas entre partidos, e incluso a institucionalizar al consagrar el balotaje. Pero se olvida que el propio sistema de compromiso naufragó hacia fines de los años sesenta. Los historiadores (y no sólo los de izquierda) coinciden en mostrar que ese sistema de coparticipación comenzó luego a funcionar como una mera solución «de compromiso» que mantenía el «status quo», pero que era incapaz de generar respuesta alguna a los problemas del país, especialmente porque las soluciones dependían de la alteración de «status quo».
La llegada del FA al gobierno alteró completamente ese equilibrio, pero no la demanda de una cultura política «consensualista» por oposición a una cultura que admite al conflicto como inherente a la vida social. Esta demanda se actualiza año a año como regreso al viejo sistema de compromiso. Y es ahí donde la discusión sobre si existen «modelos», o «visiones» se asienta.
¿En qué nos diferenciamos? Hay un discurso de la oposición, más latente que manifiesto, que no contradice los grandes logros del gobierno, sino que los reconoce. Con diferencias en dos o tres aspectos (la política impositiva, la seguridad y la educación, por ejemplo) parecería haber un acuerdo «sobre fundamentos» alcanzado por todo el sistema. Aun si con ello se quisiera apenas evitar la polarización a que conducen las muy antagónicas figuras de Lacalle y Mujica, deberíamos preguntarnos, ¿cuál es la consecuencia de la moderación ideológica y programática de todos los partidos? A despecho de lo que alguna teoría sostiene, los resultados de la moderación no son buenos en primera instancia, ya que si los grandes temas nacionales no están en disputa, entonces pasamos a una política puramente faccional en la que cada grupo lucha por adueñarse del poder, sin demasiadas distinciones entre ellos, ni de proyecto ni de programa. La política puramente pragmática sin diferenciación ideológica no es un síntoma del avance de los tiempos o de la superioridad intelectual de los electores, sino el fin de la política propiamente dicha. Los gobiernos se transforman en administradores eficientes del Estado (en su mejor versión) y la política pierde el fin que los clásicos le atribuían: el de contribuir a la emancipación de las sociedades humanas.
Tanto como debemos evitar en esta campaña, ser conducidos a un mero enfrentamiento «faccional», debemos hacer el esfuerzo de reconducirla a una lucha por proyectos, por ideales e incluso por pretensiones de verdad. Sólo así la política podrá expresar algo de nosotros mismos o, al menos, algo con lo que merezca estar involucrados.
Tomado de La República, 9/11/09.