lunes 14 de octubre, 2024

Argentina: ¿una democracia burguesa en descomposición?

Publicado el 28/11/23 a las 6:30 am

Por S. Durán

La democracia en Argentina ha tenido hasta ahora una vitalidad más aparente que real, producto de la agitación político-corporativa que ha sido característica de esta sociedad. Sin embargo sus bases derivaron de la derrota de las clases populares en 1976 (en lo fundamental nunca revertida), el fracaso de la aventura lumpen fascista de la guerra por las islas Malvinas, el hartazgo de la propia burguesía argentina por el alto grado de autonomía del actor militar y la tentativa de resolver la primer crisis capitalista de la valorización financiera (1981) por la vía de una mayor legitimidad para la dominación social burguesa. Más resumidamente: salvar la herencia de los logros procesistas dándoles la pátina de la virtud democrática y sacar de escena a unos militares que ya no eran necesarios para reprimir el descontento ni a unas clases populares vencidas y que constituían más un obstáculo que un guardián eficaz del orden social. La cuestión de la guerra con los ingleses y el fin de la autonomía militar abrió una brecha a los movimientos de derechos humanos que permitieron avances mucho mayores que en el resto de la región, donde la corporación militar pudo retener márgenes de poder muy amplios que bloquearon esta posibilidad, como en Chile, Uruguay y Brasil.

La transición democrática de los 80 tuvo sus idas y vueltas pero en los 90 se consolidó la herencia económico-social de la dictadura, con los años neoliberales que campearon en la región. Este triunfo no fue definitivo. La prosperidad para las capas medias y una parte mayoritaria de los trabajadores asalariados, gracias a un peso que -en el país- valía igual que el dólar, fue traduciéndose paulatinamente en cierre de estructuras laborales y una masiva desocupación. El gobierno peronista de Menem y su sucesora la -autopercibida como progresista- Alianza buscaron la cuadratura del círculo: conservar el uno a uno que ganaba elecciones y atemperar la desocupación creciente.

No lo lograron, como es sabido, y los hechos llevaron al 2001. La crisis fue producto de un triple déficit (recaudación, sector externo y cuenta de capitales) que fue tornando inmanejable la administración cotidiana del capitalismo argentino. Se desencadenó además una rebelión popular sui generis que, sin tener ninguna claridad sobre las raíces de la crisis, decidió movilizarse en reclamo por sus condiciones materiales de existencia. Esta combinación de estallido relativamente caótico y movilización popular independiente no pudo ser solucionada durante un año y medio. La solución represiva fue descartada como algo viable por la mayoría de los cuadros políticos del momento y la clase dominante. Decidió salirse de la crisis mediante una devaluación y un ajuste que planchara el salario de las mayorías y apoyarse en el único partido que podía ser garantía de orden: el peronismo. El radicalismo se había derrumbado y no se recuperó hasta nuestros días. El peronismo sin embargo, debía solucionar su interna, cuestión que no fue fácil y recurrió a presentar tres fórmulas electorales. Como se sabe, el kirchnerismo resultó victorioso en ese momento y de manera paulatina se fue construyendo como un sector político que trató de redefinir la democracia burguesa en Argentina inscribiendo, en lo material y en lo simbólico, una serie de progresivas reivindicaciones populares y democráticas que iban desde la reapertura de los juicios a los represores hasta cambios importantes en la distribución del ingreso de las clases populares, ya sea por la vía del salario social o por la reasignación directa. Uno de los logros más significativos del kirchnerismo fue la solución de la deuda privada en dólares, la cual obturó cualquier posibilidad de desarrollo durante los años 80.

La burguesía argentina acompañó el primer tramo de los gobiernos kirchneristas pero la continuidad a largo plazo de estas reformas no estaba en sus perspectivas mediatas ni en su ADN. La mayoría de sus fracciones hostilizó al kirchnerismo, que logró sostenerse por dos períodos más. Apareció una derecha social que adjudicó al kirchnerismo la responsabilidad por todos los males y deficiencias de la sociedad argentina. Su prédica en redes y en la conversación personal no podía encontrar su eje en la existencia de grandes privaciones para la mayoría. La Argentina kirchnerista fue un momento de relativa prosperidad económica. El discurso antikirchnerista encontró su caballito de batalla en la corrupción unilaterlmente ubicada y en postular que las medidas distribucionistas del gobierno tenían como resultado que los ciudadanos que trabajan mantenían a vagos y haraganes (es decir, a la población obrera excedente, que es producto necesario del capitalismo en este tiempo histórico). 

La crisis de las sub prime tuvo su coletazo hacia 2011-2012 y la economía argentina entró en uno de sus clásicos ciclos de stop and go, en los que el desarrollo nacional se ve trabado por la escasez de dólares para sostener importaciones necesarias para mantener y elevar la actividad económica. La crisis estaba lejos de ser terminal pero la creciente polarización política y social, sumada a la falta de recambio presidencial del kirchnerismo, llevaron al triunfo electoral de la derechista alianza “Cambiemos” con Macri como presidente. El programa y el curso de este gobierno fueron propios de una derecha neoliberal dura. Pero su retórica y su política comunicacional estaban armadas de una pátina centrista, de moderación e institucionalismo que consiguieron durante un buen trecho desdibujar su autoritarismo. Fue un tiempo de revancha social, castigo y persecución política, que buscaban refundar la democracia existente, eliminando la inscripción de derechos populares en la democracia burguesa y erigir a la patronal como la natural conducción del capitalismo argentino, en desmedro de una “clase” política demasiado permeada por un populismo excesivamente distribucionista para su gusto. Sin embargo, el experimento fracasó por causa del aventurerismo económico, propio de la fracción burguesa de comisionistas financieros en que Macri se apoyó en gran parte de su gestión económica. En el último año de su gestión, el macrismo reintrodujo la tutela del FMI y contrajo la deuda en dólares más grande en la historia de esta institución.

Durante el gobierno macrista hizo su aparición mediática Javier Milei, que aparecía como un economista defensor de la “economía política del rentista”, para usar la fórmula de Bujarin en su análisis de la doctrina de los Austríacos. El macrismo era, en el análisis de Milei, un “socialismo amarillo” completamente alejado del verdadero liberalismo. Su verbosidad e iracundia atrajeron la opinión pública y su aparición se hizo cada vez más cotidiana, especialmente a medida que el macrismo iba perdiendo apoyo social. Milei permitía rescatar la ideología del liberalismo financiero respecto a su realidad macrista miserable. Adornado de formas cada vez más populistas en su comunicación y postulando una serie de contrarreformas extremadamente reaccionarias (fin del Banco Central, dolarización, extensión de la lógica mercantil a áreas que no funcionan de esa manera, etc.) parecían afirmarlo como un liberalismo utópico, cuya única función era hacer aparecer al macrismo como una opción moderada.

El gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner solamente podía resolver la cuestión de la deuda pública y levantar a los sectores más perjudicados de las clases subalternas. Pedirle más era imposible. Fracasó en ambas tareas. No resolvió la deuda sino que la legitimó. Además, durante la gestión económica de Guzmán, dilapidó las reservas del Banco Central dejando al gobierno a mercad de las decisiones discrecionales de los exportadores y de la especulación con el dólar (realizada esta última con un volumen de dinero relativamente modesto pero que bastaba para ocasionar grandes conmociones).

La llegada al poder de un gobierno que coaligaba al kirchnerismo con otros sectores peronistas no fue algo bien visto por la mayoría de la burguesía argentina. Ya desde el tiempo del Covid 19 habían mostrado sus ganas de que la coalición macrista retornara el poder. El entramado judicial armado por Macri y su banda, las operaciones de los servicios de inteligencia, la aparición de grupos de extrema derecha que vandalizaban sitios de memoria y proferían ingente cantidad de amenazas; todos estos factores fueron creando un clima de agitación y crecimiento del extremismo liberal que contrastaban con la actitud de moderación del gobierno nacional. En el curso de estos acontecimientos Javier Milei se presenta a las elecciones de medio término en 2021 y consigue un resultado relativamente bueno. Esas elecciones las ganó el macrismo (sin Macri), que se vio atravesado por una interminable interna que, en términos políticos, consistía en conservar la pátina centrista original del proyecto o entrar en la ola de radicalización derechista. Los primeros pensaron que abandonar la moderación impediría ganar. Los segundos apostaron a la radicalización. Se equivocaron ambos. La existencia de un polo liberal de extrema derecha como el de Milei convirtió al macrismo sin Macri en una segunda marca, mucho menos confiable que el original, de un modo similar como le sucedió a Piñera con Kast en Chile. Milei dio, en el campo del liberalismo de derecha radicalizado, el sorpasso, dejando atrás a la coalición macrista.

Hasta ahora Milei no representa a ningún sector burgués orgánico. Incluso a una semana del ballotage varias cámaras empresarias (industriales y rurales) se pronunciaron a favor de Massa. Lo acompañan algunos fragmentos deshilachados de la burguesía así como grupos “facholiberales” relativamente marginales. Su vice-presidenta Victoria Villarruel (rebautizada Villacruel por Verbitsky) es una abogada e hija de un represor, católica lefebvrista, que ha militado activamente en contra de las políticas de reparación en materia de derechos humanos. Estos grupos ya no podrían ser caracterizados como marginales pero todavía no está dicho cuál puede ser su poderío específico en el futuro gobierno ultrarreaccionario. También hay que ver qué apoyo burgués le aporta Macri a partir de la alianza que ambos  concertaron para el ballotage.

En plano electoral Milei, a través de su discursividad populista desencajada, consiguió conectar con el llamado precariado, que se convirtió en la gran novedad de su aparición en la escena política. En los últimos años era frecuente encontrar repartidores de comida con insignias de Milei en su moto. En años anteriores, esto se había dado en la imagen de Néstor Kirchner, aunque en mucha menor medida. Es un cambio sorprendente, resultado de la anomia y la atomización social, si se lo compara con un Cambiemos o JxC demasiado afirmado en las capas medias acomodadas y en la cúpula empresarial.

Si bien Milei pareciera ser un Macri que expresaría abiertamente lo que piensa, esta sola circunstancia lo convierte en un gobierno distinto; abiertamente de extrema derecha. Esto abre una cuestión de difícil pronóstico: las corporaciones judiciales y empresariales, el poder legislativo y demás instituciones, que apostaron al fracaso del gobierno de Alberto y Cristina, ahora tendrán que relacionarse con Milei. Cómo se tramitará esta cuestión -además de lo que trae Villarruel bajo el brazo para revertir la política kirchnerista de derechos humanos y liberar a los represores detenidos- es algo de difícil pronóstico.

La celebración de los 40 años de democracia en Argentina se ha topado con el presente griego del triunfo de Milei. Una ironía histórica que habla de su falta de capacidad para cumplir la necesaria promesa de bienestar ciudadano. ¿Habrá incendio del Reichtag o la expropiación económica y el creciente autoritarismo por venir serán viables manteniendo los ropajes constitucionales?

Tomado de periódico CLARIDAD, noviembre/23

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