miércoles 1 de mayo, 2024

Crisis ambiental, movilidad y transición energética: el lado oscuro

Publicado el 13/10/23 a las 6:00 am

Por Alfredo Falero

Todo proyecto alternativo de sociedad requiere prestar atención a la necesidad de mejorar notablemente las infraestructuras de transporte de las ciudades de regiones periféricas y desalentar el uso del vehículo particular. Como señalan los sociólogos Kingsley Dennis y John Urry en el libro “un mundo sin coches”, cuanto más neoliberal es la sociedad, más se fomenta y se ve bien el uso del auto particular, símbolo de la cultura individualista y consumista. Es decir, por una parte se requiere un desaliento en su uso y un decrecimiento en la producción de automóviles, pero por otra es preciso paralelamente invertir en un crecimiento de una infraestructura eficiente de transporte colectivo.

Toda transformación en ese sentido, lleva a plantear la transición energética. Es un tema que si bien aparece muy conectado con la ingeniería y las transformaciones tecnológicas en curso, atraviesa diversas disciplinas del conocimiento a nivel global. Lo primero, el desarrollo tecnológico requerido, es evidente. Si se evalúan por ejemplo las promesas del llamado hidrógeno verde como combustible (es decir que su producción se haga a partir de energías renovables y no por fuentes fósiles) se requieren electrolizadores eficientes y su difusión debería implicar una baja sustantiva del costo. Precisamente, hay desarrollos y pruebas de ello en ferrocarriles en Europa, por ejemplo, pero todavía no es un camino evidente.

Lo segundo en cambio, es decir la participación de disciplinas sociales, siempre aparece menos claro. Sin embargo, cambios políticos globales (como la guerra de Rusia y Ucrania que modifica lo que llamamos “verde”), intereses geoeconómicos (de empresas transnacionales), agendas académicas y de think tanks (que posicionan posibilidades y perspectivas de abordaje en detrimento de otras), medios de comunicación y la construcción de la realidad a partir de frases simplonas y supuestamente neutras (al estilo de “todos” somos responsables de dejar un planeta mejor a nuestros hijos) requieren abordajes que permitan desarmar relatos simplificadores. Y esto es clave en el mundo de hoy.

¿Qué hay que tener en cuenta –en grandes trazos- para hablar de transición energética? Primero algo de historia, luego un análisis geopolítico y geoeconómico. Hay que recordar que el año pasado se cumplieron cincuenta años de la Conferencia de las Naciones Unidas denominada “Cumbre de la Tierra” realizada en Estocolmo y de la publicación “Los límites del crecimiento”, un informe encargado al MIT por el Club de Roma (asociación integrada por políticos, empresarios e investigadores) y dirigido por Donella Meadows y Dennis Meadows (1972). De hecho, algunos aún lo nombran como “Informe Meadows”.

Ya allí se planteaba el tema energético y las posibilidades que se consideraban en ese momento en relación al petróleo (la energía nuclear o más específicamente dicho, la fisión nuclear controlada). Pero el centro de atención era precisamente los límites del crecimiento: población, producción agrícola, recursos naturales, producción industrial y contaminación. En ese marco, apelaba a una transición hacia un “equilibrio global”. En 1992 el equipo retomó el informe subrayando el incumplimiento de lo propuesto. Cabe recordar que en ese año ocurrió la llamada “Cumbre de la Tierra” en Río de Janeiro. De modo que pasan los años, se agrava notoriamente la crisis ambiental y el tema se vuelve más y más urgente. Se estima que los fósiles son actualmente casi el 80 % de la energía primaria, igual que hace 30 años.

Ahora bien, para ser muy breves, la transición energética tiene paralelamente a esa cara de desarrollo tecnológico en regiones centrales de acumulación actuales (básicamente Estados Unidos, Europa y China), una cara “oscura” de necesidades de minerales y de recursos en general de regiones periféricas (como América Latina). Nada nuevo estrictamente: las anteriores transiciones energéticas implicaron lo mismo.

Con el pasaje del uso de la leña al carbón en el marco de la primera revolución industrial y a la expansión de la energía eléctrica y el reemplazo progresivo del carbón por el petróleo de la segunda revolución industrial (ocurridas en los centros hegemónicos Inglaterra y Estados Unidos, respectivamente), siempre aparece una cara de extractivismo. Pero se podría decir, que hoy se requiere una succión sin precedentes de “naturaleza” de las regiones periféricas. Según el historiador Jason Moore, esta succión permitió superar anteriormente la tendencia hacia la subproducción. Es decir, a materias primas, trabajo y alimentos baratos, debe adicionarse energía barata. En ese marco, la región más transformada del sistema-mundo fue África a fines del siglo XIX y principios del XX.

Un ejemplo de la contracara o lado “oscuro” de la transición energética actual es la extracción del litio –que hace posible la electromovilidad) y los salares sudamericanos (Argentina, Chile y Bolivia) se vuelven protagonistas. Si no se hunde políticamente antes, Bolivia sería el mejor posicionado pues existen posibilidades de industrialización del litio (generación de baterías) con lo cual no sería mero extractivismo que supone consecuencias ambientales significativas. En el caso uruguayo, la utilización de agua subterránea de muy buena calidad para la producción de hidrógeno verde -caso de Tambores- aparece como lo más evidente por el momento, pero han existido anuncios de todo tipo. Por ejemplo, cuando escribo esto, leo que a Estados Unidos le interesa trabajar en hidrógeno verde con Uruguay y por supuesto se prometen una danza de millones de dólares.

Está claro que las transnacionales son los grandes jugadores de la transición energética. Por ejemplo, en mayo de 2022 se publicitaba que Iberdrola había inaugurado en Puertollano (Ciudad Real) la mayor planta de hidrógeno verde para uso industrial en Europa, capaz de producir 3.000 toneladas de hidrógeno renovable al año. La noticia decía que con una inversión de 150 millones de euros, la instalación evitaba la emisión anual de hasta 48.000 toneladas de dióxido de carbono y con objetivos aún más ambiciosos. Lo que no aparecía en la noticia era que Iberdrola podía hacer esto luego de los grandes negocios que hizo en América Latina. Por ejemplo, se introdujo en Brasil en 1997 tras las reformas del sector energético en ese país y el inicio de privatizaciones. Se hizo con una parte de Neoenergia (39 %) y las eléctricas Consorcio Guaraniana, COELBA y COSERN. Todas ellas le costaron 1.900 millones euros, que amortizó en menos de tres años. En 2000 se hizo con CELPE y en 2011 con Elektro. Y se podría seguir sobre su expansión en la región incluso en la actualidad.

Por supuesto, los discursos sobre transición energética siempre aparecen rodeados de perspectivas de desarrollo pero se imponen análisis rigurosos y críticos y no la mera repetición de discursos de agencias globales (ya sea en clave de promesas de capitalismo verde o en versión “pactos verdes” de descarbonización energética por otro) para examinar el tema. De fondo, existe una velada lucha de proyectos de sociedad en los que es preciso ver, una vez más, lo que se muestra y su lado “oscuro”.

Tomado de LA ONDA DIGITAL, 7 de octubre 2023.

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