martes 10 de diciembre, 2024

La LUC pieza clave del nuevo régimen autoritario uruguayo

Publicado el 08/12/20 a las 1:11 am

Por José Antonio Villamil

Celebraciones y “distracciones” 

Hace unos días el Parlamento terminó de aprobar el proyecto de ley de urgente consideración (LUC) presentado por el Ejecutivo, que se sancionó con pocas modificaciones de fondo. Recurriendo al uso  de ese  procedimiento especial  se avino a la transformación  radical  del  status  quo institucional. No  por la extensión del texto, sino por la centralidad de los temas que abarca y sobre todo por los cambios que introduce en ellos.  

En el medio se dan dos celebraciones. El 27 de junio se recordaron los 47 años del golpe de Estado  que dio inicio a la dictadura cívico-militar que duró hasta 1985. Y el 18 de julio es una de nuestras  principales  fechas patrias, dedicada al homenaje a una Constitución, la  fundacional de 1830, con la  que se concretó el nacimiento institucional de nuestra República.  

Todo el espectro político aprovecha esas fechas para realzar la importancia y los valores de la Democracia y la República, sin que parezca advertir, y menos reconocer, la responsabilidad que a cada uno  le cabe en la profunda herida que con la LUC les han infringido. 

Las leyes de urgencia son un instrumento por su propia naturaleza excepcional, destinado a ser usado en  circunstancias  concretas  de  real  urgencia. Como hubiera  sido  necesario  para la adopción  de  medidas urgentes e indispensables para afrontar la pandemia, en lo sanitario, social y económico. Acudir a una ley de urgencia para introducir cambios importantes en temas fundamentales, acudiendo al abuso de las mayorías parlamentarias, supone un quiebre constitucional que hace descaecer el  régimen democrático republicano. Al uso desviado y abusivo de esa facultad legislativa extraordinaria del Ejecutivo, se le suma la posibilidad de concretarlo con éxito al disponer de las mayorías parlamentarias que proporciona la coalición. Por lo que también se recurre a un uso excesivo y desviado  de las posibilidades que esa mayoría parlamentaria le confiere a la coalición gobernante.  

Sí, es una (contra) revolución 

La LUC constituye la herramienta jurídico-institucional de un proceso que se puede considerar revolucionario, porque produce un shock institucional que modifica reglas de juego de las más importantes en áreas fundamentales. Revolucionario  también, porque no  fue producto de un proceso en el  tiempo de tipo evolutivo, procesado social y políticamente en el intercambio entre los distintos sectores, las organizaciones de la sociedad civil y en consulta a los ciudadanos.  

El hecho de recurrir a una LUC como herramienta da cuenta de la presencia de un proyecto basado  en la concentración de poder en el Ejecutivo. Ella es en sí misma un componente clave del proyecto.  El procedimiento elegido, esa “forma”, no es neutral. Sin dudas la LUC no es un acontecimiento normal,  porque aun  con mayorías  parlamentarias,  como  ocurrió  con  los  tres gobiernos anteriores esa  posibilidad ni siquiera se había planteado. 

Justificar la legitimidad de cambios de tal dimensión en extensión y profundidad en un plazo extremadamente reducido, argumentando que la calificación de urgencia puede ser legítimamente realizada por el Ejecutivo en forma arbitraria, es decir sin estar obligado a apoyarse en razones, realidades y principios legales; califica por sí sólo como un quiebre a la institucionalidad.  

Además de romper el pacto en que se funda la Constitución, la LUC junto con las políticas que lleva  adelante el gobierno provoca una polarización, divide, no tiende puentes, busca prescindir de la oposición, dejarla de lado. Realiza un cambio revolucionario, no sin ella, contra ella, busca desmontar lo  realizado y hacer un cambio de rumbo en la dirección contraria. 

Se está ante  una estrategia  de  vuelta al autoritarismo,  restricción  de  libertades,  concentración  del  poder, abandono del Estado de políticas que  tienden a la igualdad social en  favor de privados: una   vuelta a la ley de la selva liberal en la que triunfan los más fuertes. De ahí la importancia de generar  la “gran alarma”. 

Agonía constitucional 

La Constitución es el instrumento en que se concreta el pacto político y social que establece las reglas de convivencia entre los ciudadanos. No sólo reconoce derechos a individuos y grupos, sino que  determina a través de un sistema de gobierno, es decir: político, la forma de llevar adelante las relaciones de los ciudadanos viviendo en sociedad. 

Los  derechos  humanos se  enfocan  en  resguardar  a  los  individuos,  la  Constitución  es  el  código  de  principios que regula las relaciones con los otros en la vida social, entre ciudadanos, es decir partícipes de una comunidad, con un proyecto común de sociedad, en un espacio determinado. Las leyes,  escalón inferior, regulan las relaciones entre grupos de ellos en distintos aspectos, por lo que carecen  de esa capacidad totalizadora, abarcativa del conjunto. Si se quiere, el gran mito constitucional es el  de una comunidad en la que todos somos ciudadanos; es decir: “libres e iguales”. Las  constituciones, en  su  concepción,  consistieron en el  sistema  de  ideas  sobre  reglas,  derechos  y  garantías, en que se fundamentó la salida de la monarquía. Construcción ideológica que contribuyó  en su inicio a hacernos más libres, y luego  fue avanzando en levantar barreras para hacer un poco  más  difícil  que  los  poderosos  exploten  a  los  pueblos.  Después  de  consagrar  los  derechos  de  cuño  liberal  contenidos en  las  cartas  fundacionales  de  nuestras  repúblicas, en  un  proceso  difícil,  largo  y  doloroso, fueron incorporando toda una serie de derechos económicos y sociales. Instrumento normativo que con todas sus limitaciones, es reconocible como “escudo de los débiles”. A partir de esos principios reconocidos en cartas, han podido incorporarse a nuestras leyes nacionales una serie de convenios internacionales que desarrollan e interpretan esos derechos. En resumen: la Constitución y con ella todo el sistema jurídico construido a partir de sus normas, es  un elemento crucial para la garantía y protección de los derechos fundamentales. Si se admite perforarla, se debilita todo el edificio. La LUC infiere una herida en el esqueleto constitucional que afecta  los órganos vitales de esos derechos. 

La importancia que adquirió para la izquierda la institucionalidad democrático-republicana, el Estado  de Derecho luego de la experiencia de la dictadura, hizo que a la vez de sostener su tradicional crítica  a las características de la reforma de 1967, ubicara entre sus prioridades la necesidad de seguir dando  pasos.  Importancia  adquirida  por  lo  constitucional  que  se  revela  consignas  como  “democracia  avanzada”, “democracia sobre nuevas bases”, “avanzar en democracia”, etc.; así como en el estudio  de iniciativas de reforma de la Constitución. 

El avance hacia la concentración del Poder  

En lo institucional se puede afirmar que el principal objetivo del régimen que el gobierno construye a  toda velocidad, consiste en la concentración de poder.  

La constitución de 1967 dio inicio a ese proceso concentrador, dotando al Ejecutivo de una serie de  facultades  bien  recordadas,  como la iniciativa legislativa exclusiva en  temas  de importancia,  vetos,  medidas prontas de seguridad, leyes de urgencia, etc. 

La aprobación de la LUC y luego de la ley de Presupuesto, que  seguirá  seguramente los mismos lineamientos,  dotarán  al  gobierno  de  una  base  de  legitimación  normativa,  que  hará  posible  que  el  Ejecutivo durante el resto de su período de gobierno, esté en condiciones de llevar adelante su proyecto  transformador  ejerciendo  solamente su  potestad reglamentaria:  el  decreto.  Lo  habilitará  así  para prescindir de las alianzas y de la negociación con las otras fuerzas representativas de los demás  sectores políticos, que el Ejecutivo normalmente teje, para obtener la aprobación del Parlamento a  sus  iniciativas  legislativas. Aprobadas  esas  normas  podrá  prescindir  en  gran  parte  de  las  mayorías  parlamentarias, con ello de los acuerdos con otros partidos y aun de la coalición que lo llevó al gobierno. 

Esa concentración del poder se ve facilitada por la tendencia a expandir las atribuciones propias de  Presidente  a  ejercer  las  potestades  ejecutivas  en  forma  directa,  habilitada por  la Constitución de 1967 con la creación de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto adscripta directamente a un órgano que así adquiere identidad propia: la Presidencia. Del que mal que nos pese, se ha venido haciendo un uso cada vez más expansivo cuando no abusivo por los gobiernos anteriores.  Sin embargo, la idea principal plasmada en la Carta es la contraria, que el Ejecutivo no se concreta en  una persona, la del Presidente, sino en un organismo colectivo. Él no puede resolver sólo, sino que  necesita el “acuerdo” de uno o más de los ministros o de todos “actuando” en Consejo de Ministros.  Consejo al que se otorga especial relevancia al punto que en algunos temas cruciales se requiere su  participación obligatoria, como ocurre con la definición del proyecto de presupuesto. Y si bien es el  Presidente el que designa a los ministros, debe hacerlo entre aquellas personas que posean el apoyo  del Parlamento, el que puede llegar a censurarlos y si el conflicto no se resuelve se puede llegar en  una convocatoria a elecciones anticipadas.  

Lo anterior muestra que la voluntad de reforzar las potestades del Ejecutivo en aquella reforma, no  implicaba el empoderamiento paralelo de la figura presidencial, o lo hacía muy limitadamente. Estos  100 y algo días de gobierno demuestran que las anteriores no son disquisiciones vanas, sino que contribuyen a interpretar la magnitud de la  ruptura institucional que supone la asunción de hecho del  Ejecutivo por la persona del Presidente. Quién ganó la elección queda ahora habilitado para gobernar  en  solitario durante  todo el mandato,  se  trata de la máxima delegación posible de la  soberanía en  una sola persona durante cinco años.  

Un Estado reducido y extremadamente centralizado, gobernado por la voluntad del Presidente. Es el  principio del fin o el mismo final de la coparticipación, del acuerdo político, de la partidocracia devenida tradición, de una identidad que desconfiaba de los personalismos y del poder absoluto hasta el  punto de haberse destacado por contar con un ejecutivo colegiado. Se está en presencia de un viraje  fenomenal que va mucho más allá del objetivo de dejar sin efecto la labor de la izquierda en sus 15  años de gobierno, estamos ante una verdadera refundación institucional. 

Autoritarismo que queda más al desnudo si se toma en cuenta que los resultados electorales marcan  un país dividido en mitades. División en mitades  respecto de la  figura del presidente que pretende  concentrar todo el poder para gobernar sin la otra mitad. A lo que se agrega que la diferencia entre  los resultados de la primera y de la segunda vuelta de la pasada elección marcan claramente un nivel  de menor apoyo al actual presidente, que a los partidos y dirigentes de la coalición parlamentaria. 

En sus 15 años de gobierno la izquierda no llegó a proponer en términos concretos un proyecto que  revirtiera la tendencia concentradora del poder que se concretó con la reforma de la Constitución de  1967 y de  reformulación de un pacto social que diera lugar a una mayor participación ciudadana y  descentralización  de  poder.  Sí,  corresponde  reconocer  los  procesos  de  creación  de  autonomías  y  participación local a nivel municipal. Experiencias que demostraron una voluntad de ir adelante en  ese sentido y a la vez de los obstáculos para concretarlo a nivel nacional. 

La LUC como instrumento de la concentración de poder 

La LUC contiene cambios legislativos dirigidos posibilitar la construcción de ese régimen basado en la  concentración de poder, y es ella misma muestra de la velocidad con que pretende hacerlo. Se trata  de concentrar en el Ejecutivo la mayor parte posible del poder estatal que habilita la Carta, y bastante más. Busca dotarlo de los recursos jurídicos para hacer valer esa potestad, así como de restringir  las libertades de los que se le opongan. Lo demuestran la cantidad de artículos de los proyectos referentes a seguridad y educación. 

En ese sentido la LUC restringe las autonomías previstas en el gobierno de la enseñanza, seguridad  social, entes “industriales y comerciales”, organismos de contralor, etcétera, hasta el límite y más allá  de la constitucionalidad. Modifica el ADN de los Entes autónomos y descentralizados, desdibujando  su entidad de entes. El Ejecutivo asume las  funciones de diseño de políticas, de planificación y programación, de contralor y  regulación, de  forma  tal que  reduce al mínimo sus márgenes de autonomía, cuando no se apodera directamente de sus atribuciones.  

La descentralización del poder prevista en el sistema de autonomías previsto en la Constitución, ya  limitado con la reforma de 1967, se restringe al extremo por vía legal. 

La segunda vía consiste en la restricción de la participación de los sectores sociales interesados en el  gobierno y en la definición de las políticas sectoriales, que se concreta en la participación en sus direcciones o por medio de comisiones asesoras, consultas, etc.  

La tercera forma de concentración de poder se combina con el retiro del Estado en la intervención de  esos sectores  fundamentales relacionados con su participación en la economía para dejarlo en manos del mercado, de la iniciativa privada, de las empresas. Se  recurre a  tal  fin a los organismos de  contralor (URSEC, URSEA, etc.) a los que se los dota de una autonomía limitada, a la vez que se deja a  los entes públicos productivos en un régimen de igualdad con los privados en un formato competitivo. Esas “unidades” tienen un radio de acción limitado, puesto que ya no se trata de aplicar políticas  públicas destinadas a conformar un modelo económico de “desarrollo”, sino de dictar reglas de juego  basadas en la  presencia en el mercado  de  competidores, entre los  que en  realidad existen  fuertes  desigualdades, sin que se prevean instrumentos que las compensen.   

Ese proceso concentrador se da además en el marco de una reducción de las oportunidades de expresión del soberano. La Constitución de 1967 prolongó el mandato del Ejecutivo y el Parlamento de  4 a 5 años, al igual que con las autoridades municipales, sin que se prevea el contrapeso de renovaciones parciales del Parlamento en el medio  término como en gran número de países. A lo que  se  suman nuevas restricciones a las posibilidades de ejercicio de las facultades de referéndum, iniciativa  legislativa  y  de  reforma  constitucional,  las  que  se  ven  aumentadas  por  las  leyes  que  reglamentan  esos institutos, lo que pone en cuestión su viabilidad. 

El “pensamiento” jurídico pierde su lugar preponderante 

La LUC acentúa en forma radical un proceso de descaecimiento del Estado de Derecho, que no se caracteriza únicamente por violentar las normas jurídicas en que la institucionalidad se concreta, sino  por el abandono, la renuncia a los principios establecidos en la ciencia y la cultura jurídica. Crisis que  adopta una  forma peculiar, una especie de anomia, de consenso  tácito entre los que  tienen la  responsabilidad de defenderlas. 

Se proclama que la LUC afecta la “calidad” de la democracia. El uso de ese término ajeno para juzgar  a un sistema político y jurídico es de por sí demostrativo. Se hace perceptible un abandono del análisis jurídico por el de las ciencias sociales. El problema es que estas como tales, son pragmáticas bucean en hechos, en el ser de las cosas, mientras que el Derecho, como “ciencia” normativa, construye  reglas de conducta entre humanos, se maneja en el ámbito del deber ser. Acompañando esa crisis  del análisis político-institucional basado en lo jurídico, se asiste a la degradación de la importancia de  la Constitución en su condición de ley fundamental en cuanto conjunto de principios superiores que  ordenan el funcionamiento político y social.  

Lo anterior podría dar lugar a plantear la cuestión de hasta dónde esa construcción de reglas y valores mantiene su vigencia, su legitimidad y supremacía. Si su retroceso no es otro síntoma del cambio  de  época. O  si  arrastrada  por  el  ocaso  de  la racionalidad,  se  va  transformando  en  una  especie  de  “discurso” más, entre los que compiten en las luchas por el poder y por lograr la adhesión de las voluntades de los ciudadanos. 

Mitos neoliberales recargados 

No es posible transformar un país de un golpe. Sí se puede pretenderlo, como ocurrió con los que  dieron aquel golpe. La importancia de los cambios introducidos y de las áreas afectadas hubiera requerido de un estudio mucho más detenido, porque no se trata de cambiar una regla sino una realidad. Lo demuestran los largos procesos de discusión que requirieron la mayoría de las normas que la  LUC modificó de un plumazo. 

Pero la LUC no apunta a transformaciones en el sentido de que el Estado regule, controle o participe,  en fin haga más, sino lo contrario. No se trata de generar formas de gobierno, regulaciones o formas  de intervención más  complejas y  sofisticadas  que  den  respuestas a las  realidades y  desafíos  de  un  presente de iguales características. Sino de centralizar y en especial de facilitar y concretar el abandono por parte del Estado a favor de los privados de una serie de tareas y responsabilidades de interés general, en lo económico y social. Tal vez por eso no se consideraba necesaria mucha discusión,  porque no  se  trataba de construir más Estado, sino de centralizar,  reforzar la autoridad, cederle la  conducción de la sociedad a los privados. 

La concepción en que se basa la LUC, y en general el gobierno, parte de dos mitos, de dos grandes  presupuestos simplificadores: que los privados pueden hacerlo mejor, y que ejerciendo más autoridad se solucionan grandes problemas como la seguridad. Un sistema social de gran complejidad como el actual, no puede manejarse con instrumentos sencillos; aunque tal vez se parte de la creencia  de que el sector privado empresarial podría disponer de ellos. El hecho es que en la actualidad no  parece discutible que el Estado debe tener un rol importante en el manejo económico, que el “mercado” no alcanza y que los espacios para la libre competencia se han reducido.  Otro mito que subyace en la LUC, tal vez paradójico, es la pretensión de modificar la realidad en base  a un texto legal. Lo anterior podría dar lugar incluso a la esperanza, o ilusión, de que buena parte de  esas transformaciones no puede llevarse a cabo. 

El proceso de reforma de 1967 refleja la confrontación de dos tendencias que simplificadamente se  pueden  nominar  como  la  del  pacto  social y  la  del  retorno  a la  autoridad.  Su  enfrentamiento  dejó  rastros a lo largo del articulado así como de un resultado a favor de la segunda. Luego, la dictadura  aquí, el  triunfo del neoliberalismo a nivel internacional, la caída del pacto  socialdemócrata de posguerra junto al muro de Berlín, la necesidad de poner fin a la “década progresista”, etc., explican que  el autoritarismo tome el control. 

Estrategia o capitulación 

A la concreción de este nuevo régimen se llega por la combinación de ruptura y transacción, dicho así  para intentar graficarlo de alguna  forma. Como  ruptura muestra la presencia de un cambio  revolucionario que altera la institucionalidad mediante la transgresión de sus reglas de juego. En el caso el  Estado de Derecho es alterado “desde adentro” sí, pero incumpliendo las normas que autolimitan la  potestades de los actores de ese cambio.  

La transacción supone cierto consenso o aceptación de ese cambio por el conjunto de participantes  del sistema, por los partidos, por parte de los actores institucionales que lo promueven y en especial  por los que lo sufren, por la oposición. Aceptación que no deja lugar a la expresión del soberano requerida para una transformación de ese porte. En concreto, para una reforma constitucional. Consenso, que implica una renuncia que no deja lugar para advertir las discontinuidades y rupturas  producto de esta  transición, que no posee ángulos dónde apoyar el pie de la crítica. Es la parálisis  ante la llegada de lo extraño inconcebible, la negación de lo imposible que impide conocerlo. El presente se caracteriza por la centralidad de lo digital, lo  financiero, la globalización y la concentración de la actividad económica en grandes conglomerados  transfronterizos. El mundo que viene busca salidas que no encuentra, las recetas liberales y socialdemócratas parecen perimidas, inaplicables e ineficaces para afrontar la realidad que emerge. 

El autoritarismo tradicional ya no resulta eficaz, el poder no puede sobrevivir desnudo, y hoy requiere de relatos cada vez más elaborados para dominar a una sociedad que se vuelve más compleja. Las dimensiones tectónicas del cambio de época vuelven inútiles las teorías que hasta hace poco nos  permitían confiar en la razón para explicarlo todo. El terror que despierta ese espectáculo demanda  soluciones  tranquilizadoras, ideas-fuerza que  hagan  posible  seguir en marcha.  Las  partes en  pugna  echan mano a las doctrinas del autoritarismo y del pacto social, pero ellas se han convertido en sombras mitológicas, ya no aptas para dar respuestas a cambios de tal magnitud que vuelven difícil salir  del asombro. 

La necesidad de mantener la estabilidad del sistema que se derrumba y para el que no se vislumbran  alternativas, clama por un orden. El miedo al vacío vuelve aceptable cederle el poder a un César, y la  fe puesta en su fracaso obnubila el peligro de la deriva hacia el imperio. A la vez que en su contracara, la victoria electoral alimenta la ilusión de iniciar una Contrarreforma que hasta cuenta con un Luis  propio a la cabeza.


José  Antonio  Villamil  es  abogado,  se  especializó  en  temas  de  Propiedad  Intelectual  durante  el  ejercicio  de  la  función  pública.

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