jueves 21 de septiembre, 2023

El voto de las almas sin memoria

Publicado el 26/04/19 a las 6:30 am

30 años después.

Por Raúl Olivera

Nuestro himno nacional nos habla del “voto que el alma pronuncia”. Aquel 16 de abril, hace 30 años, el 55,9 por ciento de las almas orientales se pronunció, paradójicamente, a favor de los militares, los desalmados. Esa suerte de eutanasia a la que nos condenó la mal llamada “transición en paz” nada tuvo que ver con el verso que con tanta solemnidad se entona en los actos públicos: “heroicos sabremos cumplir”. Seguramente, hace 186 años, cuando Francisco Acuña de Figueroa escribió la letra del himno, la evocación al alma que pronuncia respondía a la influencia de las ideas de Platón, que consideraba que esa entidad inmaterial era la dimensión más importante del ser humano.

Quienes en 1989 se pronunciaron por los desalmados arrebataron la verdad sobre los cuerpos ausentes, los torturados y los apropiados; presentes o ausentes, se les negaron los sagrados derechos a la verdad y a la justicia. Fue el voto de las almas sin memoria. ¿Qué alma con capacidad de sentir y pensar puede adueñarse del poder de arrebatarle a Sara la esperanza de recuperar ese hijo que aquel día todavía no había podido encontrar?

Julio María Sanguinetti, en connivencia con los canales de televisión, no escatimó recursos para imponer una transición en la más absoluta impunidad. Censuró sin piedad ni escrúpulos el reclamo de Sara, y hoy, treinta años después, apela a la fragilidad de la memoria. Como si se colocara un traje reversible, impúdicamente dice, con la solemnidad de un emblema patrio, que la causa de los desaparecidos le es “sagrada”. Digámoslo una vez más: los votos amarillos fueron alentados muy eficazmente por el poder censurador estatal ejercido por Sanguinetti, entonces presidente de la República, y los grandes medios.

***

El sol otoñal entraba por la claraboya de nuestra casa en la calle Venezuela. En el rincón de la habitación donde unos días antes Sara había reflexionado largamente sobre las palabras que debía decir en el spot censurado, un periodista europeo agregó, a la amargura de la derrota, una interrogante removedora: ¿Por qué habíamos puesto a referéndum un derecho tan elemental como la vida y la libertad? Dos décadas después del referéndum, una sentencia de la corte uruguaya y otra de la Corte Interamericana de Derechos Humanos daban una respuesta: ninguna mayoría puede abolir o reducir derechos fundamentales, como los que afectaba la ley de caducidad.

Pero no nos adelantemos. Cuando se cumplían los primeros diez años del referéndum, las deudas con el denominado pasado reciente volvían a hacerse presentes. Esta vez, en las palabras de Jorge Batlle, se apelaba a un “estado del alma” que nos permitiría resolver armoniosamente una situación que “amenazaba” interrumpir la transición diseñada con impunidad. En esos días, cuando nos aprestábamos a entrar en el nuevo siglo, se empezaba a delinear un nuevo escenario en Uruguay. La vieja Tota nos acompañaba, activa y optimista, en una nueva patriada, al presentar ante un tribunal uruguayo una acción de amparo para evidenciar el ocultamiento, la demora, la inacción, la negligencia, la desidia en la búsqueda de la verdad. El nuevo milenio heredaba un conjunto de aspectos sin resolver, esenciales para la convivencia democrática.

En eso estábamos: tratando de sobrellevar una lucha que aún no se había repuesto de la derrota. Del otro lado del Río de la Plata, se hablaba de “verdad” y comenzaba a hablarse de “justicia”, concepto que entonces amenazaba con trasladarse a Uruguay. El reclamo de Juan Gelman por la desaparición de su nuera y de su nieto o nieta se ubicó en el centro de los debates. Otra vez, Sanguinetti, desde el poder estatal, ordenó que un juez militar analizara la denuncia dentro de los límites de la ley de caducidad. Ayer no lo era, pero hoy, repito, para él es una causa “sagrada”.

Con la llegada de Jorge Batlle a la conducción del Estado, el alma ya no era el pronunciamiento electoral. Era un estado espiritual que debíamos conquistar para digerir la “verdad posible”. Era un tibio avance. Salíamos de la no verdad, de las investigaciones de los fiscales militares y entrábamos en las averiguaciones de una verdad posible, sujeta a un secreto de confesionario.

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Desde las alturas de la cuchilla Pereyra, donde vivíamos en esos años, pensábamos con Sara los pasos a dar en la búsqueda de Simón. Juan Gelman había recuperado a su nieta, Macarena, con la colaboración de la sociedad civil. Nos aprontábamos para encarar esa nueva etapa, no sin preocupaciones, pues desde el poder político se iniciaba una campaña en la que el blanco era Sara, al punto de que un contralmirante argentino ponía en dudas la existencia de Simón. No salíamos del asombro y de la indignación.

En la vorágine de aquellos días, apareció una exigencia no acostumbrada de parte de los medios de prensa. Comenzaron a pedir opinión de un tema que durante años ignoraron, se parecía mucho a lo que vivimos en estos días. Por entonces los riesgos eran muchos: constatábamos con amargura que el “estado del alma” quería obligarnos a aceptar una “verdad posible”. En todos los niveles se gestaban razonamientos viciados en los que los derechos se perdían como puntos de referencia y a partir de los cuales nos convocaban a conformarnos con migajas.

Comprobamos que, aun en democracia, nada es fácil cuando se enfrenta al poder estatal. Reclamar verdad y justicia se transformaba en un campo de batalla. Vivíamos momentos muy difíciles. Dudábamos de cómo proceder. Dudábamos, ante todo, con miedo a cometer errores que nos hicieran retroceder o que nos aislaran aun más. Porque, además de Simón, se negaba otras situaciones límite: todas las desapariciones, todas las muertes. La relación con el gobierno y con quienes apostaban, con muy pocas reservas, a la “fórmula Batlle” para el tema de los desaparecidos, era cada día más ardua y tensa.

No todas eran pálidas. En cuchilla Pereyra llegó, como un sol tibiecito, la noticia de que Mariana Zaffaroni quería encontrarse con María Ester. Sin embargo, esas alegrías no paliaban la situación que atravesábamos. La campaña tendiente a desacreditar la lucha contra la impunidad fuera de la lógica de la “verdad posible” y el “estado del alma” aceitaba un mecanismo perverso: responsabilizar a Sara y a Tota por insistir ante los tribunales nacionales e internacionales.

Hicieron trascender que Simón estaba muerto. Que de buena fuente se sabía que sólo había vivido 15 o 20 días más después del secuestro. Que no sabían cómo decírselo a Sara. Que su corazón le decía que estaba vivo, pero no era así. Que estaban buscando un mediador para trasmitírselo. Un manejo miserable, incalificable: cuando se cumplían dos décadas del referéndum, Simón había sido recuperado y comenzaba a recomponer un vínculo profundamente afectado por los desalmados.

En ancas del renunciamiento a la justicia fundamentado por Eleuterio Fernández Huidobro en la histórica polémica con Hugo Cores, había trascurrido el primer gobierno de izquierda. La contienda por la continuidad, bajo la conducción de José Mujica, era acompañada por un nuevo intento ciudadano de librarnos de las ataduras de la impunidad mediante el voto rosado. Se ganó nuevamente el gobierno, se mantuvo la mayoría parlamentaria, pero, extrañamente, se fracasó en terminar con la impunidad jurídica. Posteriormente, la sentencia de la Corte Interamericana la dejó malherida, pero entonces se refugió en la impunidad de hecho, producto de la falta de voluntad para realizar una verdadera política de persecución penal de los criminales de lesa humanidad.

La conmemoración de hoy llega con algunos pocos desalmados procesados o condenados, y decenas de procesamientos sin resolverse, con un sistema judicial empantanado en las chicanas de los criminales de Estado, con el fracaso de una política militar. Todo lo cual podría servir para rectificar los caminos erróneos que ha transitado todo el sistema político, y en particular la izquierda, en torno a este tema que carcome las entrañas del alma ciudadana.

Tomado de Brecha, 17 abril de 2019.

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