Uruguay: Cuando el capital capitaliza el descontento del capitalismo
Publicado el 08/02/18 a las 2:39 am
Por Alfredo Falero
Debe reconocerse que la irrupción de las protestas rurales conmovió la habitual tranquilidad veraniega y colocó un centro de atención en la debilitada agenda pública. El proceso de construcción colectiva alcanzó su máxima visibilidad en Durazno, es decir, en el escasamente desarrollado centro territorial de Uruguay, esperanzado por los empleos que puede generar la posible instalación de una nueva planta de celulosa.
Mucho ya se ha escrito y dicho. De hecho, ninguna convocatoria sobre derechos humanos o defensa de condiciones laborales –por colocar dos ejemplos– que hubiera nucleado el mismo número de personas (entre 10 y 40 mil personas, las dos cifras extremas manejadas) habría alcanzado, seguramente, tal nivel de expansión mediática. Naturalmente, algo tiene que ver con ello el apoyo recibido por parte de la gremial que agrupa a las empresas privadas de radiodifusión y de televisión (Andebu). Su adhesión constituyó para la movilización un recurso social (todo colectivo echa mano de los recursos materiales y simbólicos que puede) no menor: permitió proyectar simbólicamente la convocatoria y contribuir a construir patrones de percepción de la importancia y urgencia de la problemática rural.
Tres tesis sobre los autoconvocados
Más allá de evaluaciones, lo ocurrido con el proceso de generación del colectivo denominado “autoconvocados” -prodcutores rurales- no es algo que deba ser minimizado, sino reflexionado en sus contradicciones y proyecciones posibles. Es un disparador de numerosos temas, no solamente de orden rural y económico. Adicionalmente es la expresión de procesos sociales subterráneos complejos que puede, sin embargo, admitir interpretaciones superficiales de todo tipo. Lo que sigue es una lectura posible en forma de tres tesis sintetizadas, entre otras que puedan plantearse.
Primera tesis: Los hechos en cuestión acompañan un proceso regional en el que sectores del capital buscan marcar límites, controlar alternativas potenciales o promover giros a la derecha del espectro político. Por ejemplo, en Argentina, en 2008 y 2012, durante el llamado “período K”, el aumento de las retenciones aplicadas a las exportaciones (que en Uruguay no existen como carga impositiva) fueron cuestionadas duramente por grupos rurales dominantes y obligaron al gobierno a negociar. Si bien resulta polémico constatarlo, el proyecto socioeconómico argentino de entonces –y las retenciones como parte de un proyecto general– suponía búsquedas alternativas de inserción en la economía-mundo, hoy nuevamente debilitadas. El proyecto progresista del Frente Amplio siempre ha supuesto de fondo una profundización del conocido esquema de ajuste o inserción a los requerimientos globales.
En aquel caso se impusieron límites. En cambio en el uruguayo resulta muy difícil cristalizar el cuestionamiento ruralista de fondo como proyecto alternativo: ¿qué es lo que se propone sino una mayor “apertura”, además de bajar costos? Dicho sea de paso: nada nuevo bajo el sol. Entre las “batallas por la subjetividad” analizadas en 2008, (1) se encontraba el intento del gobierno progresista de Tabaré Vázquez de firmar un Tlc con Estados Unidos, aunque con el No al Alca en el ambiente latinoamericano, un contexto muy diferente al actual.
Pero entonces como ahora “apertura” adquiere un carácter casi mágico en el discurso dominante que propone justificar automáticamente cuanto tratado de libre comercio y de protección de inversiones se presente como trampolín al desarrollo. Esta idea –que lleva inscrita la idea opuesta, es decir, “cierre”– construye límites de lo pensable y lo posible, aunque esté claro que visualizar la economía uruguaya como “cerrada” resulta insostenible.
Ese concepto de apertura como consenso práctico atraviesa partidos y gestiones, y se construye simbólicamente como una solución universal y transhistórica de desarrollo, mientras que las contrapartidas locales en múltiples planos o la transferencia de excedentes nunca aparecen en la discusión. Todo ello desvirtúa que continúen existiendo proyectos de sociedad en tensión de la izquierda a la derecha del espectro político. Cuando aparece un conjunto de movilizaciones como las ocurridas, con reclamos para la producción nacional, parecería que la apuesta es escaparse de ese consenso práctico y apostar por otro proyecto de sociedad, más productivo, pero nada de eso está en la agenda de fondo, ya que ello implicaría poner en cuestión la estructura de poder económico actual. Estructura reproducida precisamente por algunas de las gremiales (como la Asociación y la Federación rurales) que acompañan o integran las movilizaciones.
Segunda tesis: Entre los medios sociopolíticos para expandir los intereses del capital en América Latina está el de promover, integrar o desvirtuar movilizaciones que provienen de la sociedad civil y captar una indignación imprecisa. Esto acaba de tener lugar en Uruguay. Habitualmente a estos casos están integrados problemas económicos reales o dificultades de la pequeña producción, pero el punto es otro: si se considera que los principales protagonistas de los cambios emancipatorios en la región no fueron partidos políticos sino movimientos y organizaciones sociales, ¿por qué no pensar que la organización laxa o el método general para lograr presencia pública también puede ser reapropiado, colonizado por sectores del capital?
Esto resulta interesante y exige una atención especial. Nuevos o viejos nucleamientos económicos o gremiales rurales no sólo absorben la “innovación” social de sectores sociales bajos o medio-bajos de insinuar piquetes, cortar parcialmente rutas u ocupar territorio con convocatorias para plantear y visibilizar sus demandas (lo cual se popularizó en América Latina desde los noventa como resistencia al cierre de fábricas y la destrucción de economías regionales). Las movilizaciones del capital también procuran apropiarse y canalizar el descontento que genera la propia gestión del capitalismo actual, cuyos efectos pueden ser socialmente devastadores para determinadas localidades o regiones. La desindustrialización de Paysandú es un ejemplo.
Las sociedades se han vuelto verdaderas fábricas de frustraciones y malestares –también de indiferencias– que pueden encontrar expresiones muy diversas. Cuando aparecen irrupciones colectivas como éstas –contradictorias, complejas, multisectoriales, no sujetas a partidos, pero potencialmente capaces de aglutinar frustraciones diversas– se producen desorientaciones sobre cómo actuar, particularmente en sectores sociales y políticos comprometidos con visiones emancipatorias de sociedad. Las reacciones locales fueron del taxativo reflejo de rechazo por parte del frenteamplismo a la parálisis expectante o el acompañamiento prudente de otros sectores o políticos. Como sea, captar rápida y concretamente el “juego”, sus horizontes, y delinear posicionamientos y trayectorias será cada vez menos fácil.
Tercera tesis: La adición de sectores y demandas configuró (al menos hasta el anuncio de medidas del lunes 29) un colectivo “archipiélago” sólo conectado –más allá de discursos– por una común oposición al gobierno y un rescate vago de lo rural “tradicional”. El abanico de posiciones fue desde posturas erráticas y críticas sobre el funcionamiento social (visibilizadas por Whatsapp) hasta planteos o reclamos con bases razonables en Durazno. Entre las primeras se encuentran percepciones extremadamente simplistas y a veces expresadas con fuerte estigmatización (cargar las tintas por el gasto en los planes sociales y los “pichis”) y por momentos ridículas (el Pit-Cnt es el Isis uruguayo) que deben tenerse en cuenta como indicadores de esquemas de percepción social subterráneos, de esos que la perspectiva políticamente correcta no capta, hasta convergencias formuladas en solicitudes concretas expresadas en las demandas sobre bajas de impuestos, gasoil o tarifas.
La canalización en esto último supone un proceso de construcción de demandas con lógicas de autocensura en el espacio de los autoconvocados. Como ocurre en cualquier colectivo social que quiera expandir su base de apoyo, existen cosas que no se pueden decir, pero están. Esto implica evitar expresar públicamente algunas convicciones, despartidizar los reclamos y venderlos como obvios, naturales y con especial preocupación por la suerte de pequeños productores. Paralelo a esto los grandes grupos potencialmente beneficiarios de algunas medidas solicitadas, como el aumento de la cotización del dólar, deben permanecer oscurecidos o al menos construir un cuadro borroso.
Dadas las características del agrupamiento (hasta el momento sólo parece sintetizar una unidad forzada y transitoria), la fina caracterización de necesidades reales, demandas y sectores no solamente es una cuestión estratégica de cualquier gobierno. Es una necesidad de todo colectivo social que luche por visiones más justas de sociedad.
La construcción colectiva generada también da cuenta de la crisis de las formas de representación o delegación heredadas del siglo XX. Estas crisis no son exclusivas de los autoconvocados ni de Uruguay, sino que aparecen en numerosos espacios sociales y agrupamientos como partidos políticos, gremiales empresariales y movimientos sociales.
Conclusiones posibles: Algunos grandes temas asoman a partir de los eventos generados por los autoconvocados. Primero: se estuvo ante la manifestación pública de un colectivo multisectorial, nucleador de descontentos varios acumulados, que trascendió originalmente a las organizaciones y mediaciones que representan el capital rural. Entre las demandas fue central cómo y en qué gasta el Estado. Pero lo que no se dice es tan relevante como lo que se dice y, por ejemplo, no hubo referencia alguna al gigantesco déficit anual de la Caja Militar –que para el progresismo no fue una gran fuente de preocupación fiscal hasta hace poco– dentro del registro de “derroches”.
En segundo lugar, en cuanto a las posibilidades de maniobra de los gobiernos, existe un margen limitado que puede esbozarse así: los estados se vuelven, cada vez más, centro de los reclamos más antagónicos, mientras paradójicamente su proceso de desnacionalización económica los vuelve cada vez más incapaces de atenderlos y los lleva a callejones sin salida. La acumulación de decepciones con elencos políticos y técnicos configura ilusiones sociales de salidas individuales y colectivas de las más diversas. En ese cuadro, que trasciende a Uruguay, han emergido ofertas neofascistas. Esta tendencia de estados trasnacionalizados del siglo XXI y sus limitaciones –que requeriría una fundamentación imposible de realizar aquí y tampoco procura quitar responsabilidades– debe subrayarse, ya que modifica la capacidad de generar políticas alternativas con relación al siglo XX y genera desorientaciones sociales varias.
En último lugar, lo que muestran Uruguay y América Latina como necesidad más urgente es la reconstrucción de colectivos y competencias sociales que permitan proyectar alternativas de sociedad en sus distintas esferas o planos. Uso alternativo de la tierra y del territorio en general es uno de ellos, pero no el único. Guste o no, asuste o no el conflicto, existe una lucha, por ahora latente, por la capitalización de descontentos presentes y futuros que inevitablemente se generarán con la gestión del capitalismo actual. Resulta paradójico que sea el propio capital el que los capitalice. ¿Sociedad incluyente o sociedad de guetos? Poco o nada de lo ocurrido en enero estaba en la línea de cuestionar la tendencia a lo segundo.
NOTAS
(1) Las batallas por la subjetividad: luchas sociales y construcción de derechos en Uruguay. Fanelcor Editorial, Csic, Udelar, Montevideo, 2008.
Alfredo Falero es Doctor en sociología. Docente e investigador de la Universidad de la República.
El artículo apareció originalmente en Brecha del 2/2/18 y reproducido por NODAL el 6/2/18.