Perry Anderson sobre la geopolítica imperial y las perspectivas de resistencias
Publicado el 16/04/16 a las 6:30 am
Entrevista a Perry Anderson, realizada por Patrick L. Smith , donde habla de la Guerra Fría, de Hiroshima, de Irán y de la excepcionalidad que hace única la política exterior de Estados Unidos; el rol subordinado de Europa, el impacto de la información de Snowden; las politicas frente a Rusia y China y las nuevas formas de expresión de resistencia.
EEUU y la construcción de un imperio. Parte I
El otro día escribí a Perry Anderson, protagonista de la que sería mi siguiente entrevista, para preguntarle qué pensaba de los debates que estaban teniendo nuestros candidatos a la presidencia sobre política exterior. Se trataba de una pregunta lógica: Anderson, profesor, intelectual y erudito, acaba de publicar American Foreign Policy and Its Thinkers (algo así como La política exterior de EE.UU. y sus intelectuales), una explicación perfectamente lúcida y coherente de las raíces históricas y de los pensadores que han moldeado la política exterior estadounidense.
“La charla sobre los candidatos me deja sin palabras”, fue la respuesta lacónica de Anderson.
Totalmente comprensible. La mayoría de cosas que tienden a decir –y no excluyo a los candidatos demócratas– no son más que una representación decadente (con fines excepcionales) de una tradición política que, tal y como nos recuerda el libro de Anderson, tuvo en su día una coherente razón de existir. Incluso aunque nos llevara a actuar de forma incoherente e irracional por todo el mundo.
Nacido en Londres en 1938 (durante la crisis de Múnich, tal y como él mismo destaca), Anderson ha sido una figura muy destacada en la escena intelectual trasatlántica desde que fuera nombrado, con solo 24 años, editor de la (entonces en apuros) New Left Review en 1962. Ocho años más tarde, la NLR lanzaría Verso, una editorial tan única e influyente como el diario.
Anderson ha dirigido, a intervalos, ambos proyectos. Sus propios libros abarcan un amplio espectro. Mis favoritos son Zone of Engagement (1992) y Spectrum (2005), una colección de ensayos que examina a los pensadores más influyentes del siglo XX. A éstos añado ahora este nuevo libro sobre política exterior. Un título que considero indispensable para todo aquel que se tome el asunto en serio.
Anderson, quien ha enseñado política comparada e historia en la UCLA desde 1989, me recibió en su casa de Santa Mónica el verano pasado. Durante la conversación, que duró horas, me impresionó una y otra vez, desde su espartano despacho, con sus amplias referencias y con la claridad con la que puede responder a preguntas muy complejas. Anderson no malgasta palabras cuando cree que no estás en lo cierto, tal y como podrán comprobar los lectores. Pero sus contraargumentos son siempre generosos y muy gratificantes.
La transcripción que ofrecemos a continuación es la primera de tres partes, e incluye algunas preguntas respondidas por correo electrónico. La entrevista está retocada pero de forma muy moderada.
La política exterior de EE.UU. y sus intelectuales se publica en un momento muy oportuno, dada la importancia que está adquiriendo ahora el debate sobre la política exterior entre el electorado norteamericano. ¿Cómo describiría su enfoque? ¿Qué distingue a este libro del resto? ¿Cómo deberíamos leerlo?
El libro intenta hacer dos cosas. Por un lado examina la historia de la política exterior norteamericana, de 1900, aproximadamente, hasta la construcción gradual del imperio global de nuestros días. Ésta se vislumbró claramente como una posibilidad durante la Segunda Guerra Mundial, y hoy es ya una realidad que abarca los cinco continentes. Queda claro con sólo echar un vistazo rápido a las bases militares que hay en todo el mundo. La Guerra Fría fue un episodio central en esta trayectoria, pero el libro no trata simplemente de los acuerdos vis-à-vis de EE.UU. con la URSS o China. Intenta tratar por igual las relaciones de América con Europa y Japón, así como del Tercer Mundo. Tratarlas, no como una entidad homogénea, sino como cuatro o cinco zonas que requieren distintas políticas.
La segunda parte del libro es un estudio de la gran estrategia estadounidense. Eso supone analizar las distintas formas que hacen que los consejeros de estado interpreten la posición actual de Estados Unidos en el panorama internacional y hagan recomendaciones de lo que Washington debería hacer al respecto.
Incluye en el libro a un grupo de grandes pensadores (Kissinger, por supuesto, pero también Brzezinski, Walter Russell Mead, Robert Kagan…) y a personajes como Francis Fukuyama, a quien yo considero una figura ridícula pero que usted consideró que era digna de análisis. ¿Cómo escogió a esos nombres?
He mirado el espectro de pensadores que están dentro y fuera del gobierno y la academia (o de los think-tanks), que hayan orientado de algún modo la política exterior de Estados Unidos desde 2002. Y que tengan cierta originalidad intelectual. Kissinger no es uno de ellos. Sus ideas pertenecen a una época pasada, y sus últimas propuestas son un cliché. Fukuyama, quien detectó cuales serían los efectos de seguir en su puesto y se apartó del aparato estatal de forma bastante temprana, es una mente distinta. Los personajes seleccionados cubren un período que siempre ha estado marcado por el establishment bipartidista.
Usted hace distinción entre la excepcionalidad americana (que se palpa en el ambiente) y el universalismo americano (algo que pocos de nosotros entendemos como algo separado). El primero tiene a Estados Unidos por algo singular (y excepcional), y el segundo sostiene que el mundo está destinado a seguirnos, que los senderos que nosotros iluminamos son el futuro de la humanidad. Usted lo llama “mezcla potencialmente inestable”. ¿Podría explicar mejor esta distinción, y explicar por qué cree que es inestable?
Es inestable porque la primera puede existir sin la segunda. Hay, por supuesto, un vínculo ideológico entre las dos, una idea casi religiosa, muy específica de Estados Unidos: La idea de la Providencia. Eso es, de la Divina Providencia. En su libro Time No Longerhay hay una cita con una expresión increíble, que dice: “Cuando uno entra en el debate, no hay ninguna duda de que la mano de la Providencia ha formado parte de la nación, y puede encontrarse en Washington, en Lincoln o en Roosevelt”. Esta declaración se escribió a mediados de los noventa, y no por ningún predicador de televisión, sino por Seymour Martin Lipset, catedrático de Harvard y Stanford, presidente de la American Sociological y la American Political Science Association. Un demócrata único.
¿Cuál es la fuerza de esta idea? La creencia de que Dios ha señalado a Estados Unidos como una nación escogida, una idea que fácilmente se convierte en convicción y que implica vivir con esa idea de poseer una misión, tener un objetivo. Una misión que vendría a ser llevar los beneficios de Dios al mundo.
Presidente tras presidente, desde Truman a Bush o Obama, pasando por Kennedy, reiteramos los mismos símbolos: “Dios nos ha dado esto, Dios no ha dado aquello”. Y con este sentido único de libertad y prosperidad se nos ha conferido una especie de “llamada universal” que nos lleva a esparcir esos beneficios al resto del mundo. ¿Cuál es el título del relato contemporáneo más ambicioso sobre las estructuras subyacentes de la política exterior de Estados Unidos? Special Providence (Providencia Especial), de Walter Russel Mead (2001).
Pero mientras un universalismo (podríamos decir mesiánico) sigue esa excepcionalidad providencial, eso no es una consecuencia inevitable del mismo. En Time No Longer, usted mismo mismo arma un gran ataque a la idea de excepcionalidad pero (y podemos divergir en esto), si me pregunta cuál es el elemento más poderoso en la concepción de la imagen propia de una nación, le diré que la menos peligrosa es la excepcionalidad. Esto puede parecer paradójico, pero históricamente la idea de la excepcionalidad ha permitido que haya una alternativa, una alternativa que supone una idea mucho más modesta: si el país es diferente de todos los demás, no debería meterse con el resto. Es el argumento del discurso de despedida de George Washington [de 1796].
Un siglo después, esta posición se conoció como el aislacionismo y, como el imperio americano no hacía otra cosa que consolidarse, la idea se fue transformando invariablemente como una concepción cerrada, miope y egoísta. Cosa que, a menudo, se podía conectar con esa sensación de que la república estaba en peligro, y que se debían de abordar los males internos.
Normalmente no aplicamos el concepto de “excepcionalidad” de la misma forma a Estados Unidos que a Japón, aunque, si alguna nación del mundo asegura ser totalmente única, ésta es Japón. Pero la reclamación ha producido un aislamiento como impulso nacional, tanto en el período Tokugawa [1603—1868, un período de reclusión forzada muy perceptible] como después de la guerra. ¿Respaldaría eso su tesis?
Exacto. Históricamente, la excepcionalidad ha generado una auto-regulación, una lógica cerrada que se ha combinado con una vanidad expansionista gigantesca en relatos como el del “Mundo Libre” americano. En el caso de Estados Unidos, las dos facetas de la excepcionalidad y el universalismo permanecieron distintas como impulsos aislacionistas e intervencionistas, respectivamente. Algunas veces se combinaron o complementaron y algunas divergieron, sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial. Y luego se fusionaron. El pensador que mejor escribió sobre todo esto fue Franz Schurmann, quien publicó su Logic of World Power durante la guerra del Vietnam. Argumentó que cada una de las concepciones tenía una base regional y política distinta: el electorado del aislacionismo es la pequeña empresa y las comunidades agrícolas del medio oeste americano, y los intervencionistas serían la banca y las élites de la costa este. A menudo ha habido conflictos entre los dos, sobre todo hasta finales de los años treinta del siglo pasado. Pero durante la Segunda Guerra Mundial se juntaron en una síntesis que él atribuyó (de forma muy prematura) a FDR [Franklin D. Roosevelt]. Y así se ha mantenido desde entonces. La figura emblemática de dicho cambio fue [Arthur H.] Vandenberg, senador republicano por Michigan [1928—51], quien se mantuvo crítico con el aislacionismo incluso después de Pearl Harbor, pero que, al finalizar la guerra, se convirtió en un gran defensor del nuevo consenso imperialista.
Hoy día el debate principal parece haber construido dos alternativas muy marcadas: O existe un compromiso, o hay aislamiento. En esta construcción, el compromiso es militar; si no estamos comprometidos militarmente, es que somos aislacionistas. Creo que esta es una concepción muy equivocada de las cosas. Hay muchas vías de comprometerse con el mundo que no tienen nada que ver con esta reafirmación militar constante.
Es verdad. Pero el compromiso, en este caso, no se refiere sólo al acuerdo militar, sino también a una demostración de poder mucho más amplia. Uno de los pensadores con los que he discutido de mi libro es Robert Art, teórico del poder militar y de su importancia política en Estados Unidos. Y él argumenta sobre que lo que nosotros llamamos compromiso selectivo (no universal). Lo que es inusual de su teoría es que, en su búsqueda para diferenciar entre los compromisos que los EE.UU deberían o no seleccionar, considera de forma muy seria (pero no despectiva) qué sería interpretado hoy como alternativas aislacionistas. Y lo hace sabiendo que quizá termina con una posición bastante convencional.
Si aceptamos que EE.UU. está en medio de una crisis, ¿cuánto cree que durará? Como ciudadano americano acostumbro a pensar que no se puede lograr ningún cambio significativo a no ser que alteremos nuestras más profundas concepciones de nosotros mismos y de nuestro lugar con respecto a los demás. Le planteo esta pregunta con cierta inquietud, ya que un cambio de mentalidad, de conciencia, es un proyecto generacional. Nuestro liderazgo no está ni remotamente inclinado a pensar en todo esto. Estoy sugiriendo una dimensión psicológica a nuestro dilema, y sé que puede pensar que le doy demasiada importancia a eso.
Usted me pregunta si creo que los estadounidenses están atravesando una crisis. Mi respuesta sería que no están pasando por el tipo de crisis necesaria para que haya el cambio de conciencia, de mentalidad, que usted desearía. Lo describe como un proyecto generacional y, sí, uno podría decir que, en las generaciones más jóvenes, la ideología del status quo no está tan arraigada. Y es verdad que, en ciertas capas, está incluso debilitada. Eso representa un cambio muy importante, pero es generacional, más que de toda la sociedad. Y no es irreversible. Si miramos a la mayoría, incluyendo, por supuesto, a la clase media-alta, veremos que se aplica la imagen que usted utiliza para describir el propósito de su último libro. Usted reclama que hay que “hacer sonar las cadenas entre las estacas del mito y la historia de los cien años que consideramos que representa el siglo americano. Este es el estilo penetrante que los estadounidenses pueden ahora oír y reconocer. Nosotros ni lo hemos hecho sonar ni lo hemos escuchado aún.” Eso es muy cierto, por desgracia. Lo más que se puede decir es que, entre las generaciones más nuevas, esas cadenas se están debilitando un poco.
Intento distinguir entre las naciones fuertes y las poderosas, considerando a las primeras flexibles y receptivas a los acontecimientos y las segundas siendo frágiles e inestables. ¿Es esta una manera útil de juzgar la América del siglo XXI, poderosa pero de dudosa solidez real? Si es así, ¿no implicaría algún cambio en el moldeamiento de la mentalidad americana?
Eso depende del grado de inestabilidad que notes en el país. En general, los cambios en la conciencia de la gente se producen cuando hay una alteración importante en las condiciones materiales de vida. Si una depresión económica muy profunda o un desastre ecológico extremo golpean a una sociedad, todo es posible. Es entonces cuando, de repente, esos pensamientos y acciones que antes eran inconcebibles se convierten en posibles y naturales. Esa no es la situación de la América actual.
¿En este contexto, se puede negociar un acuerdo con Irán? No veo otra solución que no sea avanzar, cambiar de enfoque. ¿Qué cree que hizo que la administración Obama persiguiera este pacto? (Dejando de lado, por supuesto, ese deseo de “legado” que siempre tiene el candidato que está a punto de terminar su mandato).
El acuerdo con Irán es una victoria americana, pero no un cambio en la política exterior de EEUU. La presión económica sobre Irán se remonta a la época de Carter, cuando los EEUU congelaron el valor exterior del país después del derrocamiento del Sha, y también durante la administración Clinton, cuando se impusieron una serie de sanciones. La administración Bush aumentó la presión asegurando que había una generalización de las sanciones por parte de la ONU en 2006, y la administración Obama ha cosechado ese efecto.
En la última década, el objetivo ha sido siempre el mismo: proteger el monopolio nuclear de Israel en la región sin correr el riesgo de un posible bombardeo israelí sobre Irán (lo que encendería una oleada de ira popular en Oriente Medio demasiado grande). Siempre ha sido probable, tal y como apunto en mi libro, que el régimen clerical de Teherán cediera ante el bloqueo, si ese era el precio de la supervivencia. De hecho, el acuerdo incluye una cláusula de vencimiento para así salvar un poco su imagen, pero la realidad es que se tata claramente de una rendición de Irán.
Puedes ver lo poco que significa una alteración en las operaciones en la región cuando ves lo que la administración de Obama está haciendo en Yemen, dónde está ayudando a la total destrucción del país que está llevando a cabo Arabia Saudita. Y todo, para intentar frustrar los planes imaginarios de Irán.
Este tema irrita a mucha gente, y me incluyo. Por un lado, las acciones que subyacen en el imperio americano son materiales: la expansión del capital y la proyección del poder a través de sus representantes políticos. La mitología americana impregna esas concepciones. Y por otra parte, el tema de la seguridad tiene una larga historia entre los estadounidenses, es prácticamente una obsesión, una paranoia que se remonta al siglo XVIII. No creo que esos dos planteamientos sean excluyentes, pero estaría interesado en saber cómo se reconcilian esos dos pilares en la política exterior.
Sí, ha habido una obsesión con la seguridad desde tiempos inmemorables en este país (diría incluso que es un tema aborigen). Y esto puedes delinearlo como un hilo independiente en la historia de cómo Estados Unidos se ha relacionado con el exterior. Por supuesto, lo que pasó desde la Guerra Fría a la ‘guerra del terror global’ fue una instrumentalización despiadada de esa ansiedad, y fue con fines expansivos, más que defensivos. Al principio de la Guerra Fría había la Ley de Seguridad Nacional, y se creó el Consejo de Seguridad Nacional. Hoy también tenemos la Agencia de Seguridad Nacional. La ‘seguridad’ se ha convertido en un eufemismo, una tapadera para ‘engrandecimiento’.
Los Estados Unidos ocupan la mayor parte de un continente separado por dos océanos inmensos, territorio que nadie en la historia moderna ha tenido ninguna intención de invadir, a diferencia de cualquier otro estado importante en el mundo. La mayoría tienen fronteras terrestres con potencias rivales, o están separados de sus enemigos únicamente por mares estrechos. Los EEUU están protegidos por una geográfica única, muy privilegiada. Pero entonces, si su expansión en el extranjero no puede ser atribuida a los imperativos de la seguridad, ¿qué la ha motivado?
Un importante grupo de intelectuales e historiadores de la escuela de Wisconsin [incluyendo al ya fallecido William Appleman Williams, entre muchos otros] argumenta que el secreto de la expansión americana se ha apoyado desde un principio en la búsqueda constante de un capital nativo que permitiera expandir los mercados de forma continua. Eso produjo una presión en las fronteras interiores para después ir hacia el Pacífico, la Costa Oeste, Asia, América Latina y, finalmente, el resto del mundo. Todo bajo la una ideología llamada de “Puertas Abiertas”.
Un par de muy buenos profesores, Melvyn Leffler y Wilson Miscamble (uno liberal y el otro conservador), han identificado mi posición en esta tradición, agotándome con la creencia de que la política exterior de Estados Unidos no es nada más que una consecuencia de los deseos de negocio estadounidenses. Eso es un error. Mi argumento es más bien que, debido al enorme tamaño y a la autosuficiencia de la economía estadounidense, el material a disposición de EEUU excedió a las demandas del mercado nacional americano.
Esto se ve perfectamente en la Primera Guerra Mundial. Los banqueros de la costa Este y los fabricantes de armas hicieron muy bien en suministrar material a las fuerzas de la Entente, pero no había ninguna justificación económica significativa para que Estados Unidos entrara en la guerra. Los EE.UU. vieron que podían inclinar la balanza a favor de las fórmulas de imperialismo británica y francesa, en contraposición a las de Alemania y Austria. Tenían poco que perder y mucho que ganar, así que entraron.
Esta misma brecha entre el alcance de los negocios estadounidenses y el poder del estado explican la hegemonía de los Estados Unidos en el mundo capitalista posterior a la Segunda Guerra Mundial. Las historias corrientes endulzan la generosidad de EE.UU. con el Plan Marshall que recibieron Alemania y Japón [los programas de reconstrucción de después de 1945]. Pero el requisito clave era reconstruir esos antiguos enemigos como economías capitalistas fuertes que actuaran como freno del comunismo, incluso si esto significaba no aplicar una política de “Puertas Abiertas” tan fácilmente como en otros países.
Por razones estratégicas, los japoneses podían recrear una economía muy proteccionista, y el capital norteamericano tenía limitaciones. Pero la prioridad era defender la integridad global del capitalismo como sistema ante la amenaza del socialismo, y no era tan importante que hubiera un retorno económico claro para las empresas americanas. La importancia de ese retorno no fue nunca ignorada, por supuesto, pero tuvieron que esperar su tiempo. Hoy la colaboración transpacífica ya coquetea con abrir esos mercados japoneses y asiáticos que tanto tiempo han estado cerrados.
Me gustaría volver a los orígenes de la Guerra Fría, ya que creo que no iremos a ninguna parte a no ser que nos enfrentemos a los fantasmas de esa época. Usted le dedica palabras contundentes a las razones de Stalin de evitar la confrontación a partir de 1945, y a los motivos de Washington de no hacerlo. ¿Debemos atribuir el estallido de la Guerra Fría a los EEUU?
Podemos ver el inicio de la Guerra Fría desde dos perspectivas. Una es la de los acontecimientos puntuales. Aquí, tiene usted mucha razón en designar el punto de inicio ideológico en el discurso que pronunció Truman en Grecia en 1947, donde ya designa como un “susto infernal” para los votantes el aceptar la ayuda militar a la monarquía griega.
Pero sin embargo, en términos de política, el acto crítico que prepara el escenario para la confrontación con Moscú es el de la negativa estadounidense a dar apoyo a las reparaciones de guerra en Rusia (el país había quedado destruido durante los ataques alemanes). Una tercera parte de las zonas más desarrolladas fueron devastadas durante la guerra, tanto su industria como sus ciudades destrozadas… Mientras, los estadounidenses no sufrieron ni un rasguño en su casa de muñecas. Por el contrario, para ellos supuso un enorme crecimiento económico. No hubo ningún tema del que Stalin hablara con más insistencia durante las negociaciones entre los aliados que ese, el de las reparaciones de guerra. Pero una vez la lucha hubo terminado, los EEUU incumplieron sus promesas establecidas en los tiempos de la guerra y vetaron las reparaciones de la parte más grande de Alemania porque no querían reforzar la Unión Soviética (y sí querían reconstruir el Ruhr como una base industrial bajo control occidental. Una apuesta que perseguía la creación de lo que posteriormente se convertirá en la República Federal Alemana).
¿Puede poner Hiroshima y Nagasaki en este contexto?
Claro. Antes de eso vino la decisión de Truman de lanzar las bombas sobre Japón. Por supuesto, lo hizo para acortar la guerra, y en parte también porque el Pentágono quería probar las nuevas armas. Pero hubo también otra razón de peso para querer destruir Hiroshima y Nagasaki. Era urgente asegurar la rendición de Japón antes de que el Ejército Rojo pudiera llegar al país. Se temía que Moscú pudiera insistir en tener una presencia destacada en la ocupación del país nipón. Ya que no podían evitarlo en Alemania, los EE.UU. estaban muy convencidos de no dejar entrar a los rusos a Japón. Así que, si miramos los acontecimientos, podemos decir que los puntos iniciales fueron el uso de las bombas atómicas en Japón y el rechazo a las reparaciones de Alemania. En este sentido, aquellos que argumentan que la Guerra Fría fue una iniciativa de Estados Unidos (el historiador sueco Anders Stephanson, quien ha estudiado a fondo el tema, lo llama un “Proyecto Americano”), tienen justificación para creerlo.
Esos son sus “acontecimientos puntuales”.
Exactamente. Por otra parte, si miramos los orígenes estructurales de la Guerra Fría, vemos la incompatibilidad radical que había entre el capitalismo americano y el comunismo soviético. Eran formas distintas de economía, sociedad y política. Los historiadores más revisionistas señalan (para mí, con propiedad) que Stalin, tras la guerra, tenía una actitud defensiva, y la determinación de erigir un muro de protección en Europa del Este para evitar que una situación como la invasión nazi de Rusia se repitiera. Pero, por todo lo demás, se dice que era plenamente consciente de la debilidad soviética y de la superioridad americana.
Y todo eso es cierto, pero a la vez Stalin se mantuvo como un comunista que creía firmemente que la misión final de la clase trabajadora mundial era derrocar al capitalismo, en todas partes. Su postura inmediata siempre era a la defensiva, pero a largo plazo sus expectativas eran ofensivas. En ese sentido, las políticas de Estados Unidos hacia la Unión Soviética no eran necesariamente agresivas, tal y como mantienen los revisionistas, y sí muy racionales. Pero los dos sistemas eran enemigos mortales.
“Europa se ha convertido en un actor pasivo y sumiso con respecto a Estados Unidos” Parte II
Un repaso a cómo se ha construido el imperialismo de Estados Unidos, a cuál es el papel de la Unión Europea y a cómo nacieron todas esas concepciones que hoy rigen nuestro día a día. Anderson tiene tiempo para analizar qué ha supuesto la nacional-democracia para el viejo continente, qué papel tiene hoy Cuba, qué implicó la guerra de Iraq o cómo se ha enfrentado (o no) Europa a Estados Unidos por el desastre ucraniano. Sin olvidarse de destacar las hipocresías y los teatros que rigen hoy la política global, tal y como demuestra la patética posición de la UE con respecto a Edward Snowden. Una visión única de un mundo complejo y cambiante que el profesor analiza y contextualiza como nadie.
Patrick L. Smith: Hablemos de la socialdemocracia. ¿Fue la socialdemocracia y su expansión por Europa occidental el verdadero enemigo de Washington durante la Guerra Fría?
Perry Anderson: No estoy de acuerdo, al menos en lo que a Europa respecta. Si miramos el período en su conjunto, desde 1945 hasta nuestro presente, vemos que es todo lo contrario: la socialdemocracia europea ha sido el mejor amigo que Washington haya podido tener en la región. La OTAN no fue una creación del Pentágono sino del secretario de política exterior británico, Ernest Bevin. Su primer ministro, Attlee, llegó a dividir a su propio gobierno cuando redujo a la mitad el presupuesto sanitario para así financiar la guerra americana en Corea. En Francia, tras la guerra, la represión más despiadada durante las manifestaciones obreras vino de la mano de Jules Moch, ministro del interior socialista.
Me viene a la mente también Trygve Lie, el socialdemócrata noruego que Washington puso al mando de las Naciones Unidas como primer secretario general (un insufrible colaborador del macartismo dentro de la ONU). Hablo del período en el que Irving Brown de la A.F.L. [sindicato norteamericano], en colaboración con los socialdemócratas locales, fue enviado a Europa por la CIA con el objetivo de dividir y corromper a los sindicatos de todo el continente. Todavía estaba activo en los años 70, durante la conspiración contra Allende. Y en cuanto a los años más recientes, ¿quién fue el mayor aliado de Bush en Europa durante la Guerra de Iraq? No fue un conservador; fue Blair, británico y socialdemócrata.
Por supuesto, hubo excepciones a este registro deprimente, pero fueron pocas y estuvieron muy espaciadas en el tiempo. Venían normalmente de países no involucrados en la Guerra Fría, y el detalle no es casual. En Suecia, Olof Palme fue un valiente rival contra la guerra estadounidense en Vietnam (por eso le detestaban los norteamericanos), y, en Austria, Bruno Kreisky defendió una orientación propia en cuanto a Oriente Medio, rechazando el apoyo incondicional de occidente a Israel. Esto hizo que los EEUU aún lo aborrecieran más. Así que el patrón dominante siempre ha sido la (cobarde) sumisión a Washington.
A veces me pregunto cuál habría sido el destino de Cuba si Washington hubiese recibido a Castro como es debido en 1960. ¿Podría haberse convertido él en un socialdemócrata?
Lo descarto. Aunque sea sólo por un hecho: lo que distingue a la revolución cubana de la revolución china y de la revolución rusa de Lenin es su internacionalismo genuino. Cuba tenía que ser internacionalista por su tamaño. Siendo una isla tan pequeña y tan cerca de EEUU, necesitaba la solidaridad revolucionaria dentro de América Latina, y esa esperanza no era posible si el continente estaba poblado de dictadores designados por Estados Unidos. Así que, incluso si Eisenhower o Kennedy hubieran desplegado una alfombra roja ante Fidel, ésta no habría podido superar el conflicto relacionado con todos esos regímenes latinoamericanos apoyados por Estados Unidos. Los cubanos nunca habrían dicho, “si nos tratas bien a nosotros, puedes hacer lo que quieras dónde quieras”. Piense en este hecho: enviaron tropas a Angola [en 1975], dónde no tenían conexión territorial alguna, para salvar al país de una invasión sudafricana respaldada por Estados Unidos.
¿Ve usted alguna inflexión en el desarrollo de la política exterior de Estados Unidos?
Hay una continuidad subyacente en el imperium de EE.UU. que se extiende desde Roosevelt hasta Obama. Pero uno puede distinguir fases sucesivas en ese abanico. Tenemos el período que va desde Truman a Kennedy (el punto más álgido de la Guerra Fría). Luego viene Nixon, el único presidente americano con una mente original en materia exterior. Era inteligente, porque era muy cínico, y no se desconcertó por la enorme maquinaria retórica que siempre rodeaba la ‘misión’ de Estados Unidos en el mundo. Fue más implacable, pero también innovador en su manera de hacer las cosas. Nadie le puede negar que aprovechara la ruptura chino-soviética, por ejemplo.
La siguiente fase sería la que va de Carter a Bush, pasando por Reagan. Se trata de una época en la que vuelven las formas características de principios de la Guerra Fría. La cuarta y última sería la de Clinton, Bush (hijo) y Obama: una época que podríamos denominar de intervención humanitaria.
Volviendo a Europa, a menudo me siento decepcionado (y no creo que sea el único) con la vacilación europea para actuar contra la supremacía estadounidense. ¿Es esa una expectativa poco realista?
Europa se ha convertido en un actor paciente (una palabra incluso mejor sería sumiso) con respecto a Estados Unidos. Después de 1945, Europa estaba en una posición mucho más débil que EEUU, mucho más que ahora. Pero piense en tres políticos europeos –de Francia, Alemania e Inglaterra– durante los primeros quince años posteriores a la Segunda Guerra Mundial: De Gaulle, Adenauer, Eden. Los tres estaban preparados para desafiar a Estados Unidos de una forma única que no se ha repetido con ninguna otra figura posterior.
Eden lanzó la expedición de Suez contra Nasser [a finales de 1956] sin informar a Washington. Los americanos entraron en cólera, y Eisenhower estaba enfadadísimo, ya que temía que avivara el populismo antiimperialista por toda África y Asia. Así que EE.UU. terminó con la expedición de forma abrupta jugando con la libra esterlina, y Eden cayó. Pero hubo una secuela. El Primer Ministro francés era en aquel momento Guy Mollet, socialista y muy cómplice de Eden en su ataque a Egipto (él mismo tenía una historia similar en Argelia). Cuando apareció la idea del mercado común poco después de la debacle de Suez, Mollet soportó en Francia una oposición muy fuerte. Algo similar ocurrió en Alemania. Adenauer, muy interesado en establecer vínculos comerciales con Francia, le dio a Mollet una razón de peso para el mercado común. “Mira qué pasó en Suez”, le dijo. “Ninguno de nuestros países es lo suficientemente fuerte como para oponerse en solitario a EE.UU. Unamos nuestros recursos y podremos hacerlo”.
Adenauer era leal a occidente (así como un devoto anticomunista) pero para él Alemania pasaba por encima de América. Lo mismo pasaba con De Gaulle, quien sacó Francia del mando militar de la OTAN y desafió a EE.UU. con bastante éxito.
Desde entonces, no ha habido nadie como ellos. Si nos preguntamos por qué, la respuesta sería decir que toda esa gente fue formada antes de las dos guerras mundiales, en un período en el que los principales estados europeos tenían el mismo peso y poder que Estados Unidos en la escena internacional. No crecieron en un mundo en el que la hegemonía de los norteamericanos se daba por sentada. De Gaulle tuvo muchos motivos durante la Segunda Guerra Mundial para desconfiar de Estados Unidos. No olvidemos que Roosevelt era partidario del gobierno de Vichy, y siempre quiso destituirlo como líder la Francia Libre.
Podríamos añadir, de forma incidental, un par de políticos más contemporáneos que lucharon en la Segunda Guerra Mundial. Uno fue el primer ministro Edward Heath, el único gobernante británico de posguerra que nunca hizo el viaje de cortesía a la Casa Blanca, ese que te obligaba a sonreír en el césped de la inmensa casa presidencial. Algo que se convertía rápidamente en una recepción para pagar tributo, una ceremonia virtual de investidura para todo nuevo gobernante de cualquier rincón del mundo. El otro fue Helmut Schmidt, veterano de la Operación Barbarroja [la invasión nazi de la URSS en junio de 1941] y que nunca ocultó su desdén hacia Carter. Estos fueron los últimos. Sus sucesores han crecido bajo la superioridad norteamericana y la dan por sentada. Vivimos en el mundo la era de Estados Unidos. Para ellos es antinatural ir contra esa concepción.
Usted describe una diferencia generacional en cuando a sensibilidades. ¿Qué pasa en la Unión Europea?
Si, el declive generacional supone un gran cambio, pero hay otro muy importante: en qué ha convertido la UE. Sobre el papel, ésta es mucho más poderosa que cualquier país individual. Pero hasta ahora, y sobre todo en lo que a política exterior se refiere, está institucionalmente paralizada por el gran número de estados que la conforman (originalmente eran seis, hoy son veintiocho), y por el laberinto de sus acuerdos. Ninguno de ellos tiene plena y decisiva autonomía. Se malgasta una cantidad de tiempo absolutamente asombrosa en cumbres interminables que se celebran a puerta cerrada, en agendas preparadas por burócratas, inmersos en el miedo a mostrar desacuerdo ante la opinión pública… Ninguna forma de gobierno seria puede salir de todo esto.
Durante la cuenta atrás para la guerra de Iraq, hubo manifestaciones en las calles de varios países europeos. Dominique Strauss-Kahn lo describió como una Declaración de Independencia Europea. Schröder [Gerhard, el canciller alemán entre 1998-2005] anunció que Alemania no podía aceptar la guerra, y Chirac [Jacques, el presidente francés entre 1995-2007] bloqueó la resolución de las Naciones Unidas que la respaldaba. ¿Fueron estos gestos audaces y atrevidos actos de independencia estatal? Nada más lejos de la realidad. La misión diplomática francesa enviada a EE.UU. le dijo a Bush con antelación: “Ya tienes una resolución de las Naciones Unidas que dice que Sadam debe cumplir con las inspecciones, algo que ya es lo suficientemente vago. No nos avergüences intentando conseguir otra resolución aún más específica a la que tendremos que oponernos. Utiliza esta, y entra en el país”. Pronto se acusaría a Chirac de haber abierto el espacio aéreo francés para que EE.UU. pudiera operar en Iraq. ¿Se imagina a De Gaulle ayudando dócilmente en una guerra a la que ya había dicho que se oponía?
En cuanto a Schröder, pronto se reveló que los agentes de inteligencia alemanes en Bagdad habían señalado objetivos en tierra. Todos estos políticos fueron los que sabían que la guerra era muy impopular entre la opinión pública, pero en vez de atacar el problema y enfrentarse, organizaron un espectáculo oponiéndose a ella, sin dejar de colaborar por detrás. Su independencia era, en realidad, una comedia.
Eso fue hace doce años… ¿Cuál es la posición hoy?
La revelación de Edward Snowden sobre las ilegalidades del gobierno de Obama descubrió que no solo se estaba espiando a ciudadanos americanos y europeos, sino que también se estaban interviniendo las comunicaciones de Merkel, Hollande y otros grandes nombres de la solidaridad atlántica. ¿Y cómo han reaccionado estos líderes? Con una sonrisa embarazosa antes del siguiente caluroso abrazo con el líder del mundo libre. ¿Ha habido algún país europeo que se haya planteado tan siquiera dar asilo a Edward Snowden? Ni uno. También se hizo público que bajo la presidencia de Merkel se espió a ciudadanos alemanes, pero su información se recopilaba y se pasaba a la CIA. Así, lo que vemos es que los alemanes, en vez de oponerse, han incrementado su implicación en el espionaje. No habrá consecuencias a tales revelaciones. Excepto para aquellos que las revelan.
Pongamos la crisis de Ucrania en este contexto. En definitiva, es lo que me ha llevado a preguntarle por la pasividad europea en las relaciones transatlánticas. Me parece que los europeos están furiosos con Washington por dar alas a Kiev para que se enfrentara con Rusia (un enfrentamiento manifiestamente peligroso). La hostilidad ha sido evidente desde el infame comentario de Victoria Nuland “Que le jodan a la UE”, justo antes del golpe de estado del año pasado. Y ahora vemos que Merkel y Hollande están (más o menos) presionando a EE.UU. para que haya una solución negociada. O, como mínimo, eso es lo que nos hacen ver de cara a la galería. ¿Cuál es su punto de vista en esta lista?
¿Por qué Washington objetó los intentos europeos para llegar a un punto muerto en Ucrania, siempre que las sanciones en Rusia permanecieran en su lugar? Berlín y París no van a desafiarlo. Cualquier acuerdo real está, ahora mismo, fuera de todo alcance. La Unión Europea, como tal, poco importa. Su reacción actualmente es muy clara: ofrecer la otra mejilla.
“Le estamos dando medicinas al sistema, pero no remedios” Parte III
Hace quince años, durante ese lejano pasado que conocemos como la era anterior al 11 de septiembre, Perry Anderson estuvo al mando de la renovación de New Left Review, revista de que era editor y que adquirió prestigio (en buena parte) gracias a su gestión. En esa época anterior al 11S ya no existía la URSS, y había empezado lo que conocemos como la supremacía de una sola superpotencia. Las cosas debían pensarse de nuevo. “El capital ha noqueado todas sus posibles amenazas”, escribió Anderson en ese primer número de la nueva era de la revista. “No hay en el horizonte –añadía– ningún agente global capaz de igualar el poder del capital”.
Esas palabras (de hecho, todo el ensayo) cayeron como un mazazo sobre el (maldito) optimismo norteamericano. Por eso, que salté al teléfono cuando VERSO –la editorial de New Left Review– publicó hace unos meses el libro de Anderson, American Foreign Policy and Its Thinkers. Con todo lo que está ocurriendo… ¿Qué pensaba ahora el profesor?
Sería muy fácil asumir que el tiempo que Anderson ha dedicado a las perspectivas realistas lo ha convertido en un enemigo del optimismo. Pero eso sería un error. Es mejor reconocerlo como al intelectual que es: un británico que ha vivido, enseñado y escrito en Santa Mónica desde 1989. Con esa doble mirada (siempre clara y fría) ve optimismo y pesimismo. Dos conceptos que son a la vez dos perspectivas equivocadas a la hora de juzgar las opiniones de uno mismo: “En el desierto del neoliberalismo hay muchos pozos llenos de promesas.”
Antes de entrar en el optimismo y sus peligros, Anderson nos ofrece un análisis de la supremacía americana, con especial atención a la relación con Rusia y, especialmente, a los acuerdos de Putin con distintos presidentes norteamericanos (incluyendo al actual ocupante de la Casa Blanca).
En esta parte de la entrevista me gustaría detener la mirada en Rusia. Acaba usted de escribir un extenso texto en NLR sobre el tema. ¿Cómo describiría a Putin? En una conversación que tuve hace tiempo con Stephen Cohen éste remarcó que la actual democratización de Putin no responde a una política concreta. Estoy de acuerdo, pero ¿cuál es el gran pecado que comete Putin? El presidente ruso se ha resistido a que Rusia se convierta en una imitación de occidente, insistiendo en una forma de estalinismo capitalista que tiene sus raíces en la historia natural del país. He escrito sobre lo que usted califica como “democracia soberana” porque me parece un golpe de efecto a la hegemonía neoliberal. Al menos establece el principio de autodeterminación en su sistema. Algo que es bastante “alternativo” ahora mismo. Desde mi punto de vista ese es el gran pecado de Putin, pero usted parece ver esto como un delirio del mandatario ruso.
Por otro lado, creo que Guerra Fría fue una guerra real y que la ganó EE.UU. La victoria no fue militar, aunque la presión militar y la carrera armamentística (donde la URSS no pudo seguir el ritmo) fueran decisivas para la victoria final. Pero la clave es que la victoria fue principalmente económica, política e ideológica. Y fue tan abrumadora como si EE.UU. hubiera conquistado y ocupado a su adversario.
La Rusia de Yeltsin se encontró en una posición estructuralmente parecida a la de Japón y la Alemania Occidental de después de 1945. Semejante, pero con un par de diferencias: la primera fue que no había sobre el terreno tropas norteamericanas. No había un MacArthur o un Clay que administrara la reconstrucción del país. Y la segunda fue que, de repente, tenías a toda una clase política que no solo daba la bienvenida a occidente con los brazos abiertos, sino que tenía la voluntad de hacer todo lo que dijera Estados Unidos. Muchos se mostraron aún más capitalistas que sus mentores, y en la práctica fueron mucho más radicales, privatizando la riqueza del país a una velocidad y a una escala que no habría sido posible en cualquier otro sitio de occidente. Esto nunca fue algo que tuviera demasiada aceptación entre la población rusa y, para seguir en el poder, el régimen de Yeltsin tuvo que echar mano de la fuerza bruta y el fraude (todo ello, con el respaldo de occidente). Esa fue la base de lo que vino después.
Desde Clinton y hasta hoy, la actitud americana subyacente hacia Rusia ha sido la de “esta gente es la derrotada, y está agradecida por nuestra llegada, les diremos qué deben hacer. Y si no les gusta tendrán que aguantarse porque si no, algunas de las acciones que hagamos pueden ir en contra de sus plantaciones de cereales.” Victoria Nuland, asistente de la mano derecha de Clinton, Storbe Talbott, y a día de hoy asistente de Obama en asuntos europeos, no podría haber sido más explícita. Después de decirle al ministro exterior de Yeltsin que debía firmar la inminente operación norteamericana en Bosnia le dijo a Talbott: “Deben comerse sus espinacas”, como si los rusos fueran niños pequeños.
Obama no es distinto. Ha llegado a decir a la prensa que Putin “le recuerda a un adolescente malhumorado sentado al final de la clase”. Nadie levantó una ceja por estas declaraciones en EE.UU., pero imagine qué habría pasado si Putin llega a decir algo similar sobre Obama. Habría sido apocalíptico. La condescendencia es palpable. Y esa es la actitud que regía la expansión de la OTAN hasta las mismas fronteras de Rusia. ¿Que Bush padre le prometió a Gorbachov que la OTAN no llegaría a Europa del Este? ¡A quién le importa! “No estaba por escrito, lo hacemos.” Tan solo un mes después de la llegada de la OTAN a Hungría llegaría el ataque a Yugoslavia, perpetuado por una organización que supuestamente es solo defensiva.
Pero no puede decir que la llegada de Putin no ha influido en la actitud de Rusia hacia EEUU.
Al principio no fue más que un mero ajuste. La década de Yeltsin terminó en una debacle, con el colapso económico de 1998, y Putin llegó al poder como su sucesor. Con la devaluación del rublo [septiembre de 1998] vino la recuperación, cosa que le permitió a Putin restaurar el orden del sistema que había heredado. Lo hizo en medio de una oposición generalizada que aún se acordaba de la experiencia de Yeltsin, y ganándose a las élites, a quienes Putin les dio confianza diciéndoles algo como: “El capitalismo estaba ‘bien’, pero debemos crear nuestra propia versión, y el estado tendrá un papel mucho más activo y decisivo en construir ese nuevo modelo. Rusia es aún una gran potencia, y nos haremos socios de los Estados Unidos. No seremos solo dependientes, como en la era de Yeltsin. Seremos socios genuinos y, para demostrar que somos sinceros en esto, tomaremos la iniciativa.”
¿Así que qué hizo Putin para salir de esa tesitura? Sin tan siquiera ser presionado, hizo todos los gestos de buena voluntad que pudo. Cerró los puestos fronterizos que había en Cuba. Cerró bases en Vietnam. Cuando ocurrió el 11S, fue el primero en llamar a Bush para ofrecerle solidaridad y toda la ayuda posible. En poco tiempo, aviones norteamericanos sobrevolaban Rusia para el ataque a Afganistán (con el tiempo vendría hasta el permiso para aterrizar en Rusia) y se establecían bases norteamericanas en el centro de Asia. Putin pensó: “Ayudaremos a occidente y, a cambio, nos respetarán. No como a la URSS, sino como al imperio zarista de antes de 1914”.
La respuesta de Rusia a lo que yo defino como la “acelerada asertividad” de Washington, ha sido muy activista. Después de que se impusieran las sanciones, Putin empezó una ronda de contactos impresionante. Parecen estarse formando (e intensificando) ciertas alianzas no occidentales: Moscú-Pekín, Moscú-Teherán, Moscú-Delhi, etc. Los lazos bilaterales con América Latina también se están desarrollando. ¿Va a llegar a ser todo esto importante en el futuro de las relaciones internacionales?
Durante los veinte años posteriores a la Guerra Fría, sorprende ver que el proceso de equilibro tradicional de la teoría realista ha fracasado. Según esta teoría, si una gran potencia llega a ser demasiado dominante otras potencias unirán fuerzas, para crear un contrapeso. Pero esto no ha ocurrido. Si miras durante este período a China, Rusia, la UE o India (dejando de lado Japón), en cada caso su relación con EE.UU. ha sido más importante que la relación entre ellos. No ha habido una formación para el equilibrio.
La escena diplomática parece girar en torno a Washington. En el Consejo de Seguridad, la unanimidad en torno al liderazgo norteamericano es casi una norma, y rara vez se infringe. Eso está empezando a cambiar, pero a día de hoy no está claro hacia dónde va. Paradójicamente no son las potencias rivales de Estados Unidos (tal y como podría esperar la teoría realista) quienes primero han roto filas. Es la más débil de los dos adversarios de la Guerra Fría: no hablamos de China, sino de Rusia.
Las diferencias entre las relaciones de EE.UU. con Rusia y China son la noche y el día.
Sí. Los estrategas de la política norteamericana tratan a China con cierta prudencia, cosa que no hacen con Rusia. Pero también hay otra cara de la moneda en esta relación. Tradicionalmente, el Imperio de turno estaba situado en el centro de su propio universo, y tenía una especie de ‘reinos inferiores’ organizados en un sistema tributario a su alrededor. La China imperial no tenía la habilidad de operar solo dentro de su estado, tal y como imperaba en el estilo europeo. Así que, en los tiempos más modernos, China desarrolló lo que en otros sitios se consideraba política exterior de forma muy tardía.
Rusia, en cambio, fue siempre una potencia en el ámbito europeo y fue poseedora de una diplomacia habilidosa y de una política exterior muy activa, ya en el siglo XVIII. Tiene mucha más tradición en este juego interestatal, y un gran sentido de lo que representan los movimientos diplomáticos. Está acostumbrada a ser tratada como un socio imperial. Por lo que esta degradación inesperada, le irrita.
En China, hay un relato mucho más aceptado (oficial y popular) de un pasado lleno de humillaciones a manos de potencias extranjeras, en comparación al creciente orgullo actual. En Rusia, la humillación no es algo que se pueda encontrar en su pasado, sino una sensación muy moderna. Es esta combinación (una tradición diplomática de potencia y un poder venido a menos) la que hace que Rusia sea para Washington un verdadero obstáculo.
Aun así, usted no dice que estamos atrapados en una supremacía incuestionable de Estados Unidos. En mi opinión, ha habido un avance que va más allá de esto.
Es verdad. Pero una cosa son los discursos y, otra, los hechos. Las declaraciones oficiales chinas y rusas insisten en que no puede haber una hegemonía global, que el mundo de hoy es multipolar. Encontrarán incluso algunas voces dentro de la élite de la política exterior estadounidense diciendo que, por supuesto, estamos entrando en esta nueva era y que EE.UU. tendrá que adaptarse a ello. Hay algo de sentido figurado en estas palabras, pero aún no corresponden a la realidad diplomática. Toma como punto de referencia, por ejemplo, el éxito norteamericano en conseguir que todas las otras potencias preserven el monopolio nuclear de Israel en Oriente Medio.
Cambiando de tema, ¿puedo preguntarle por su ensayo titulado Renewalsy publicado en New Left Review en el 2000, en el primer número de la nueva etapa de la revista? Lo he releído antes de encontrarme con usted ya que, para mí, pero creo que también para muchos otros, fue un momento importante. “El capital ha noqueado todo lo que amenazaba a su orden”, escribía. “No hay en el horizonte –añadía– ningún agente global capaz de igualar el poder del capital”. Esas frases le llevaban a uno a cierta solemnidad. ¿Qué piensa ahora, quince años después?
Dudo que cualquiera pueda escribir sobre política sin cometer errores de predicción o de análisis. Desde luego, yo no puedo. Pero no tengo razón alguna para arrepentirme de nada de lo que escribí en ese ensayo. En ese momento, dije que el neoliberalismo se había convertido en la ideología más exitosa de la historia mundial. Mucha gente se opuso a ello, y es cierto, por supuesto, que un sistema de creencias económicas no tiene nada que ver con la profundidad que tienen la mayoría de religiones del mundo. Pero se había convertido en la más universal de todas las doctrinas hasta la fecha, porque no había un país donde se tomasen las decisiones de base ideológica. Y eso era cierto incluso en países como Rusia o China. El consenso de los economistas en torno a ello fue abrumador.
El eslogan de Thatcher, TINA, [“There is no alternative” (“No Hay Alternativa”)] se había convertido en el sentido común de la época. Esa era mi opinión entonces.
¿Y desde entonces?
En 2008 estalló la primera gran crisis del modelo de capitalismo financiero y desregulado creado durante la era Thatcher y Reagan. En algunos países, los efectos inmediatos fueron incluso peores que en la Gran Depresión de los años 30, y las causas subyacentes de la crisis aún no se han solucionado. Fue con la explosión de la burbuja de crédito que había estado manteniendo el crecimiento (a un ritmo cada vez mayor) en todos los países capitalistas desarrollados. ¿Cuál ha sido el remedio desde entonces? En Estados Unidos, en Japón, en la Unión Europea, y ahora también en China, se ha apostado por la “expansión cuantitativa”, es decir, inyecciones masivas de dinero fácil para apoyar el valor del activo neto. Vendría a ser una nueva ronda de lo que creó la primera crisis. Le estamos dando medicinas, analgésicos, al sistema, pero no remedios, y nos enfrentamos a un nuevo trastorno. Pero lo sorprendente es que el consenso neoliberal (eso que los franceses llaman la pensée unique) no se ha agitado lo más mínimo. La doctrina base prevale tanto hoy como hace quince años. En algunos casos (miremos a la Unión Europea, en dónde las medidas de austeridad son hoy mucho más severas que en el 2000, sin mencionar siquiera los inicios de la unión) el cabo del neoliberalismo está más atado que nunca. Y si miramos a las versiones menos predominantes del capitalismo (tomemos el sistema con el que preside Sudáfrica el CNA, el Congreso Nacional Africano, o Brasil, que ha abandonado en los últimos años la ortodoxia), ¿cómo son los titulares de los periódicos financieros en Sao Paulo? Privatización de las infraestructuras y recortes en gasto social. El neoliberalismo es hoy una expresión de un capital que ya no está limitado por el miedo al comunismo, a los sindicatos poderosos, a las modestas reformas socialdemócratas o a los nacionalismos periféricos. Aún no está desbancado.
Una de las sensaciones que se desprenden de su trabajo es esa actitud alerta en contra de los puntos de vista optimistas que exageran (o incluso idealizan) la perspectiva de un cambio estructural a corto plazo. En el 2000 también habló con mucho respeto (¿o fue ironía?) de aquellos que creías que el capitalismo “acabaría disolviéndose en otras formas más profundas de igualdad, sostenibilidad y autodeterminación”. ¿Cómo describiría su propia perspectiva?
En un editorial destaqué que, cuando te encuentras objetivamente en una posición débil, especialmente después de una derrota, hay una tentación intuitiva de buscar rayos de esperanza o el lado bueno de las cosas para así animar el espíritu de la gente. Si eres un líder, o un activista involucrado en un movimiento político, creo que es comprensible e inevitable (y perdonable) que esto ocurra. Pero si eres un intelectual, creo que tienes el deber de resistir a esos impulsos e intentar mantenerte en los hechos tal y como tú los ves.
Déjeme mostrar esto de otro modo. Estuve en India durante nueve meses y, en mis entrevistas, me acuerdo que acababa la conversación preguntando: “¿Es usted un optimista o un pesimista?”. Obtuve muchísimas respuestas dispares, todas ellas interesantes. La mejor fue la de Shiv Visvanathan, un sociólogo de Gandhinagar y una de las mentes indias más interesantes. “Sin lugar a dudas, soy un optimista”, me dijo. “Si un crítico no es optimista… ¿porque molestarse?”, añadió. ¿Cuál sería su respuesta?
Un momento. ¿Puede uno asegurar que el optimismo está implícito en toda crítica? Este es un alegato muy poderoso de la Kulturkritik siglo XIX, y en perspectiva es muy pesimista.
¿No cree que haya un significado escondido, implícito, incluso en las críticas pesimistas? ¿Las cosas podrían ser de alguna otra manera? Acostumbro a pensar que existe ese impulso constructivo detrás de cada crítica.
¿No descarta esa posibilidad el pesimismo como tal? En esos términos nadie sería pesimista. Pero si nos fijamos en la corriente principal de la Kulturkritik de la segunda mitad del siglo XIX, vemos que la forma que tomaban para explicar las cosas era el diagnóstico constante de la decadencia occidental, sin remedio alguno. Esto no fue solo un fenómeno europeo. Encuentras la misma tendencia en Henry Adams, quien define la entropía y la humanidad como algo decadente. A mi entender, uno puede ser extremadamente crítico con el mundo y extremadamente pesimista con respecto a él. La decadencia no requiere del pesimismo. En la segunda parte de mi libro hay un análisis del trabajo más moderno de Brezezinsky, quién criticó y definió a Estados Unidos como la clásica sociedad decadente en un estilo muy característico de la Kulturkritik, pero a la vez ofrecía opciones para revertir dicha caída.
¿Y dónde se ubica usted?
Si eres de izquierda, creo que la fuerza es mejor valor que el optimismo o el pesimismo. No excluye a ninguno de los dos, dada la coyuntura. Pero ya que la Historia siempre es capaz de sorprendernos, una postura a priori optimista o pesimista tiene poco sentido. Siempre es susceptible al desconcierto.
Tal y como he enfatizado hace un momento, la continua hegemonía del neoliberalismo es como un conjunto de ideas sobre la forma única en la puede funcionar la economía moderna. Pero como esta ortodoxia aún no se ha agitado por ningún lado, es también cierto que los nuevos movimientos y algunos medios se están alzando en su contra. Se trata de movimientos con mucha energía popular y movimientos incipientes que ofrecen ideas contrarias a lo establecido.
Durante los últimos dos años, New Left Review ha estado publicando una serie titulada “New Masses/New Media” (“Nuevas Masas/Nuevos Medios”). Les recomiendo su lectura. El que está teniendo mucho éxito es un sondeo del sociólogo sueco Göran Therborn de las perspectivas de resistencia al capital a escala global. Se establece una especie de inventario de los diferentes grupos sociales y las fuerzas de todo el mundo que ya representan movimientos reales o potenciales de oposición. La serie de artículos ha incluido desde entonces reportajes de las manifestaciones sociales masivas en Brasil durante la Copa Mundial de fútbol, los grandes enfrentamientos en Estambul, las emblemáticas manifestaciones en Hong Kong, el aumento de Podemos en España… Ha habido artículos sobre las protestas por el agua en Irlanda, sobre el partido del “Hombre Corriente” en India… y vendrán muchos más, junto con otra serie de artículos sobre las nuevas formas de expresión opositora y de las propuestas para el control democrático de grandes volúmenes de información en Internet. Los EE.UU. no han sido líderes en ninguno de esos éxitos, tal y como el movimiento Occupy Wall Street y las publicaciones periódicas como Jacobin and n+1 están mostrando al mundo.
En el desierto del neoliberalismo hay actualmente muchos pozos llenos de promesas. Sin embargo, y tomando como medida de este paisaje contemporáneo, vemos que ni el pesimismo ni el optimismo son guías útiles. Lo que necesitamos es, más bien, un cálculo preciso del equilibrio de fuerzas que hay en el conflicto. Y, por supuesto, estar atentos al rumbo que tomen los grandes cambios.