América Latina: El Estado es un problema
Publicado el 18/11/15 a las 11:40 pm
A lo largo del siglo XX el pensamiento progresista en América Latina se ha enfrentado con un obstáculo que no ha podido superar: la cuestión del Estado. Situarse en ese terreno significa contrastar, por un lado, el conjunto de prácticas, organizaciones y arenas estatales en las cuales las clases dirigentes juegan con los dados cargados y, por el otro, el hecho que, en buena medida, las sociedades de la región hayan sido “construidas desde el Estado” con las consecuencias que tiene tal particularidad en relación a las preocupaciones progresistas acerca de la expansión de las «áreas de igualdad» y el desarrollo de la democracia. Norbert Lechner fue uno de los que más avanzó en ese terreno con sus señalamientos acerca del «buen orden», que si bien fueron formulados en las décadas del 80 y del 90 del siglo pasado, constituyen un excelente punto de partida para continuar las reflexiones.
El dilema apuntado ha cobrado nueva relevancia en América Latina a la luz de dos procesos contemporáneos, uno de carácter global y otro regional. El primero, que ha sido analizado por economistas, sociólogos e incluso algunos historiadores, es que a partir del último cuarto del siglo pasado, el capitalismo ha ingresado en una nueva etapa de desorganización sistémica. Los efectos más significativos de este síndrome, que simplemente enumero y no analizo, son: a) una globalización ampliada, pero en la cual las capacidades de regulación y control de los estados centrales y los organismos internacionales se ha reducido drásticamente; b) el desvanecimiento de los horizontes de futuro y, por ende, la casi total imposibilidad de imaginar un mundo diferente al actual; c) el ocaso de las guerras ideológicas del Siglo XX y d) la expansión de las esferas de ilegalidad en la organización de las sociedades, abarcando los dos niveles que en la concepción de Braudel, se sitúan «por debajo» y «por encima» de la economía de mercado, es decir la «vida material» de la economía de subsistencia, por una parte, y la zona del «antimercado de los grandes depredadores» de las altas finanzas, por la otra.
El segundo proceso tiene que ver con las experiencias “de izquierda” de la última década y media. Sus actores han postulado que el Estado, y la acción pública más en general, son las palancas decisivas en relación con los objetivos de regeneración social, reforma económica y lucha contra la desigualdad (y, en algunos casos, la exclusión) que plantearon. Cabe anotar que en la mayoría de esos casos –si pensamos en Brasil, Venezuela, Argentina, Uruguay, Bolivia y Ecuador (quizás se podría agregar el Chile del segundo mandato de Michele Bachelet, dado que por primera vez desde 1990 se puso en cuestión el modelo de sociedad heredado de la dictadura)- pareciera estar asomando el fantasma del fracaso, o al menos, el estancamiento de los procesos de cambio que se propusieron, o al menos anunciaron, los protagonistas de la mayoría de los proyectos «de izquierda». Esto vale tanto para los casos en los cuales los proyectos se encarnaron en cesarismos presidenciales, como en aquellos otros en los cuales se asociaron a coaliciones partidarias algo más institucionalizadas. De todos modos, pienso que el probable ingreso a una etapa más sombría en América Latina no debe alejarnos de la exploración de cuáles serían las condiciones para expandir las capacidades del Estado para construir un «buen orden».
Las tareas de reconstrucción estatal ciertamente apuntan en múltiples direcciones, pero aquí me quiero concentrar en las dos que me parecen más relevantes. La primera se refiere a la «máquina de herramientas» del Estado, capítulo en el cual si no se rearticulan los instrumentos de los que dispusieron varios Estados de la región hasta la década de 1970, y no se rearman los equipos técnico-políticos y administrativos necesarios para una eficaz gestión pública, no habrá posibilidades de hacer frente a los desafíos novedosos que plantea la economía mundial y el imprescindible ataque a la desigualdad. Claro está, que no se trata de recrear la arquitectura estatal que funcionaba hace cuarenta años; en principio, debe apuntarse al establecimiento de mecanismos trasversales de coordinación, monitoreo y evaluación para la implementación de políticas referidas a la innovación, la competitividad, el desarrollo territorial, la educación pública inclusiva y de calidad, el apoyo al desarrollo de capacidades empresariales, la promoción del comercio exterior y la atracción de inversión extranjera directa de largo plazo. Quizás se debe recurrir a la implementación de una estrategia alla Hirschman que defina un sendero crítico de las reformas por encarar, comenzando por un pequeño conjunto de reparticiones estatales con competencias en la formulación e implementación de un racimo de políticas críticas que se apoyen en aportes multidisciplinarios y multinstitucionales y una elevada profesionalización.
La segunda dirección a la que me refiero se vincula a la metáfora lechneriana a la que recurrí en los párrafos anteriores, la del «buen orden». La imagen que nos propuso Lechner hace tiempo acerca del rol que debe cumplir el Estado en la articulación de una «necesaria síntesis de la vida social» adquiere todavía más vigencia cuando nos enfrentamos a los desarrollos del último cuarto de siglo. El mercado no sólo no ha asegurado la reproducción de la sociedad; la ha minado. Entre otras razones porque como nos decía el sociólogo alemán, el «imperativo técnico del mercado ha socavado radicalmente la deliberación pública y colectiva de las cuestiones sociales». Otra manera de decirlo, es que el mercado ha eliminado la política. Claro que, en este sentido, la complicidad de «la política» ha sido enorme. Recuperar el Estado exige que revirtamos la dirección en la cual se mueve la política, un ensimismamiento que tiene como manifestación más aberrante la proliferación de la corrupción. Los fenómenos más recientes de Brasil y Chile, que no hacen más que reproducir prácticas extendidas en casos como los de Venezuela, Perú, Colombia, Argentina y México, refuerzan el distanciamiento entre las ciudadanías y la política y apuntalan un statu quo -en el cual campean la desilusión y el retraimiento- que anula la posibilidad de implementar reformas progresistas.
¿Cuál es el principal obstáculo, entonces, para que un proceso de reconstrucción de Estado se encamine en la dirección correcta? Precisamente, que la política en los últimos veinticinco años -es decir tanto durante la década de predominio de la panacea neoliberal, como a partir de 2000-2002- se ha deslegitimado con respecto a los estratos más pobres -porque opera en la mayoría de los casos con una abismal lógica clientelística e impregnada de visibles rasgos de corrupción, incluso en el caso de líderes respetados hasta hace poco tiempo -y no ha servido para regular con cierto grado de eficacia a los «grandes depredadores» que predominan en las finanzas, en los servicios públicos, en las concesiones de obra pública y en sectores industriales que sólo sobreviven gracias a subsidios de niveles insostenibles. Revertir ese fenómeno en esta coyuntura, resulta un emprendimiento mucho más difícil que lo que era diez años atrás.
Tomado de http://www.sinpermiso.info/textos/america-latina-el-estado-es-un-problema
Fuente original: http://brecha.com.uy/se-puede-ser-izquierda-gobernar-y-seguir-siendo-izquierda/