América Latina hoy: La estrategia conservadora posneoliberal para la estabilización capitalista.
Publicado el 13/06/11 a las 11:30 pm
Por Beatriz Stolowicz.
Primero que nada quiero llamar la atención sobre la dificultad que tenemos en América Latina para caracterizar el momento actual regional, tanto por sus diversas realidades sociopolíticas como por los modos de abordar los fenómenos. Hay una enorme dispersión analítica, en la que no se logran integrar los distintos niveles de análisis ni las diferentes temporalidades, es decir, no se logra establecer la articulación dialéctica entre acontecimientos, coyunturas y tendencias estructurales. Los análisis sobre acontecimientos políticos no se conectan con los del poder económico, ni éstos con los cambios en la configuración de las sociedades.
Se mira la región principalmente desde la geopolítica, y ésta solamente se piensa en términos de relaciones interestatales o, incluso, a partir de discursos de gobernantes en reuniones internacionales, es decir: desde la diplomacia. La mirada geopolítica está desconectada de los procesos internos, como si éstos no fueran condicionantes de la geopolítica.
Ha vuelto a hablarse de imperialismo, afortunadamente. Pero por imperialismo se piensa sólo en el aspecto del dominio de un Estado, en la utilización de sus recursos humanos, políticos, económicos y militares para subordinar a otros Estados y territorios. Por obvias razones desde nuestra región se piensa en Estados Unidos, pero es insuficiente. Se pierde de vista al imperialismo también como el dominio molecular del capital financiero sobre la reproducción económica de los países, y aclaro que por capital financiero no sólo me refiero al capital especulativo sino a la fusión de todas las actividades del capital en su reproducción concentrada y centralizada. El capital financiero utiliza el poder de los Estados imperialistas para facilitar y asegurar su penetración territorial, pero opera por múltiples canales como exportación de capital, de mercancías, tecnología, y en la expropiación y apropiación de riquezas naturales y de plusvalía.
De modo que cuando la geopolítica se reduce a la diplomacia y a los vínculos estatales con el gobierno de Estados Unidos y sus agencias, sin contemplar el dominio del gran capital transnacional, se establecen caracterizaciones incompletas o equívocas sobre los grados de subordinación al imperialismo o de autonomización respecto a él.
Por otra parte, cuando se vuelca la mirada hacia los procesos internos se confunden las relaciones estructurantes de la vida social con las declaraciones de los actores más conscientes. Cuando se analizan los fenómenos políticos internos, no se conectan estos análisis con los de la reproducción económica, con el patrón de acumulación y reproducción, con las concepciones sobre el desarrollo implicadas. Para decirlo de una manera más clásica, son análisis exclusivamente superestructurales desconectados de los fenómenos que en última instancia condicionan los modelos políticos y las relaciones sociales. Hay también dificultades para articular adecuadamente la relación entre fenómenos sociales y culturales, pasando desde la negación del peso específico de lo cultural hasta el esencialismo que lo absolutiza. Estos y otros problemas analíticos están presentes en toda la región.
A pesar de la inédita heterogeneidad de realidades sociopolíticas, sostengo la hipótesis de que las estrategias dominantes siguen avanzando en una reconfiguración del capitalismo en la región y en la creación de una nueva hegemonía burguesa. Salvo contadas excepciones y por ello muy valiosas, se piensa desde el punto de vista del capital. Se está legitimando una concepción de desarrollo bajo el dominio del gran capital transnacional, sea de origen externo o criollo. Se está legitimando una concepción del Estado como soporte material e institucional de ese «nuevo desarrollo». Y, explotando como «oportunidad» sus efectos destructivos, está en marcha una reestructuración social funcional, también legitimada como la construcción de un «nuevo bienestar».
Estas tendencias son mucho más visibles donde gobierna la derecha, pero el proyecto dominante busca imponerse también donde gobierna la izquierda o el centroizquierda, y aún más, busca utilizar la mayor legitimidad de estos gobiernos para ejecutarlo. Por eso es importante analizarlo, porque los esfuerzos de cambio deben contar con mayor claridad sobre lo que tiene que enfrentarse, considerando además que la estrategia dominante se ejecuta con la expropiación del lenguaje de la izquierda, y que utiliza instrumentos de acción históricamente identificados con las acciones de izquierda, presentando como «alternativas» lo que es su propio proyecto.
Creo que hay que partir del hecho de que el llamado «nuevo desarrollo» tiene por objetivo hacer de América Latina un espacio de estabilización del capitalismo en crisis, tanto por la intensificación de la acumulación por desposesión, como para restablecer la acumulación ampliada rescatando de su desvalorización a importantes masas de capital especulativo excedente, reciclándolo como capital productivo, especialmente en la construcción de infraestructura para potenciar la acumulación por desposesión. El modelo es el mismo en los países donde gobierna la derecha que para donde hay gobiernos progresistas. Lo que cambian son las modalidades políticas de ejecución, asunto importante pero que no cambia los propósitos de la ofensiva capitalista.
El neodesarrollismo es un modelo primario-exportador extractivista depredador en manos del gran capital. Está basado en vastos monocultivos transgénicos, en minería sobre todo a cielo abierto, en la explotación de energéticos como petróleo, gas, hidroelectricidad, y en la expropiación de biodiversidad. Está basado en el control territorial, con el despojo a campesinos y pequeños propietarios, para lo cual operan la militarización y el paramilitarismo cuando es necesario. Pero también estamos viendo que adopta la modalidad de no afectar las propiedades, estableciendo un sistema de maquila extractivista ejecutado por esos mismos pequeños y medianos propietarios.
Como en varios países los principales recursos naturales están todavía bajo propiedad jurídica estatal, sea porque no se han privatizado formalmente, o incluso cuando se han re-nacionalizado, sin que se altere la propiedad jurídica estatal se privatiza su uso o explotación. Es lo que el Banco Mundial denominó, en 1996, «posprivatización».
La extracción física de esos recursos naturales a los mercados internacionales se abarata construyendo redes de infraestructura multimodal, que están diseñadas con esos fines. Los corredores del IIRSA y del Plan Puebla Panamá (ahora rebautizado como Plan Mesoamérica) son exactamente eso: inversión para el despojo, que se hace destruyendo ecosistemas, desplazando pueblos. Bajo el principio de la asociación público-privada, estas inversiones se hacen con financiamiento público, que significa la transferencia de riqueza social al gran capital. Y que produce una reactivación temporal del empleo y del consumo.
Las inversiones público-privadas tienen la ventaja para el capital de que el Estado otorga seguridad jurídica a las inversiones, le garantiza las ganancias y su remisión hacia el exterior, y además con contratos de larga duración. Casi siempre con exención de impuestos y de pago de previsión social, así como exención de pago de servicios, en modalidades de zonas francas. La seguridad jurídica incluye también que el gobierno evitará, por las buenas o por las malas, conflictos laborales.
En la última década, las transnacionales entendieron que se trataba de un negocio redondo aunque tuvieran que tratar con gobiernos que les establecen alguna reglamentación, sea en pagar más impuestos o en cumplir ciertas disposiciones laborales. Pese a ello es un negocio seguro pues además tiene apoyo político.
En buena medida éste ha sido el origen de la reactivación económica y de la capacidad de los gobiernos de izquierda o centroizquierda para contener los efectos de la crisis. Es lógico que al mejorar en algo el ingreso, sea por los empleos que se generan temporalmente, sea por el asistencialismo gubernamental mediante el uso de impuestos, los gobiernos que impulsan el «nuevo desarrollo» obtengan apoyo electoral de los más pobres.
Pero este modelo va creando además otras fracciones beneficiadas. Hay un conjunto de actividades y servicios alrededor del extractivismo y de la construcción de infraestructura que son contratadas a empresas existentes o a nuevas empresas que se crean para obtener los contratos estatales. Es decir, que se está creando una nueva fracción burguesa contratista del Estado. En esas actividades periféricas también se contratan servicios profesionales técnicos, de mercadeo, de gestión, que involucran a un sector de la clase media profesional.
En estos entramados contratistas con o a través del Estado también operan las famosas pymes, que son un instrumento generalizado de tercerización, de subcontratación laboral flexibilizada y precaria, lo que en México se llama «maquila de nómina». Algunas pymes se registran como «cooperativas», como «sociedades de solidaridad social», y hasta como «sindicatos» y «uniones», lo que aparentemente estaría reforzando una economía solidaria. En Brasil, algunas pymes que subcontratan para obras del magnate mexicano Carlos Slim fueron denunciadas por imponer formas esclavistas de trabajo. En Chile, por ejemplo, las grandes tiendas departamentales subcontratan a los empleados de cada sección con una pyme distinta. Los ejemplos abundan en cada país. Cuando se dice que las pymes son generadoras de empleo, no sólo se habla del pequeño taller o dulcería, sino de estos negocios de precarización laboral al servicio de la acumulación del gran capital. El actual presidente de la Asociación Latinoamericana de la Micro, Pequeña y Mediana Empresa, Francisco dos Reis, en la reunión de economistas en La Habana, en marzo de 2010, reconoció que la derecha y el capital tienen «ganado y neutralizado» al sector.
Estas nuevas fracciones que se generan promovidas por el Estado –una burguesía y una clase media contratistas- apoyan a los gobiernos neodesarrollistas por intereses económicos. Pero no es una nueva burguesía «nacional», si por ello se entiende un sujeto que concibe su propio desarrollo junto con el de las demás clases o segmentos populares. Porque son satélites del gran capital transnacional, se identifican con los éxitos que éste tiene. Aun cuando el bloque de poder se reconfigure con nuevas fracciones que permitan ciertos márgenes de mediaciones políticas, la fracción hegemónica, la que condiciona la reproducción económica es el gran capital transnacional, asociado o no con capitales locales.
Este nuevo desarrollismo transnacional tiene efectos de reactivación económica de corto plazo, da réditos político-electorales, pero tiene consecuencias desastrosas inmediatas y mediatas. Cada forma de organización de las relaciones económicas requiere de un modelo político que la reproduzca. Cuando se empuja por cambios económico-sociales democratizadores que exigen disminuir el poder del gran capital, es imprescindible desplegar toda la energía social popular, su movilización. Por el contrario, cuando lo que se busca es «administrar al capitalismo mejor que como lo hacen los capitalistas», como dicen algunos progresistas, esto exige subordinar la movilización popular y las demandas de cambio a las negociaciones con el capital, exige disciplinar a las organizaciones populares y limitar su independencia. Si se estudian los problemas internos en los países con gobiernos de izquierda o centroizquierda se verá que en buena medida están reflejando estas tendencias. Debilitando a las fuerzas sociales que hicieron posible los triunfos electorales, y que serían las únicas que defenderían cambios de fondo, la derecha puede recuperar la administración del Estado.
Es, además, un modelo depredador que está gestando desastres ambientales irreversibles en 15 años o menos, además de acelerar los desastres ya en curso en todo el planeta. Una vez que se desertifique y agoten los recursos, harán como hicieron con la «revolución verde» en África: se irán.
Pese a que se implementa bajo un discurso más o menos nacionalista, conduce a la desnacionalización. Y en los países más pequeños, conduce a convertirlos en enclaves del capital transnacional.
A quienes critican al neodesarrollismo transnacional se los acusa de anti-racionales o atávicos. Desde luego que es necesario crear otra concepción de desarrollo, que es una responsabilidad de todas las disciplinas científicas, de todos los saberes populares acumulados, y que exige ampliar la energía social, no limitarla. Pero el que está en curso es otro proyecto, que incluso utiliza los espacios multilaterales regionales supuestamente creados para una integración regional más autónoma. Por otro lado, se argumenta que hoy por hoy, sobre todo para las economías pequeñas, las inversiones extranjeras son necesarias. Pero cuáles y cómo. Esa es la alternativa que se ha buscado con el ALBA, pero que aún no ha podido contrarrestar la tendencia dominante.
Es cierto que en términos geopolíticos hay un bloque de gobiernos de izquierda y centroizquierda que exhibe mayor autonomía respecto al gobierno y agencias de Estados Unidos, sin comparación en la historia de América Latina. Con todo, no ha impedido que Estados Unidos tenga el mayor número de bases militares convencionales, flexibles, aéreas y marítimas en nuestra región. Haití sigue ocupada por Estados Unidos tras el terremoto; Honduras regresa a través del Sistema de Integración Centroamericana (SICA); y en la OEA ha habido cambio de gobernantes.
Pero el neodesarrollismo trasnacional es la norma, y me parece que la excepción es Venezuela, buscando otros caminos aunque sin haber podido salir todavía del extractivismo. No es casualidad el anillo militar que Estados Unidos le ha instalado para amenazar y desgastar al proceso bolivariano. El hecho es que, más allá de las necesidades o de las convicciones, el neodesarrollismo ha permitido, en la crisis, reforzar al capital transnacional en América Latina, y en esta dimensión incluso ha legitimado ideológicamente al imperialismo. Es verdad que hay un desplazamiento de capitales norteamericanos por capitales chinos, indios y brasileños, pero éstos también están asociados o fusionados con capitales norteamericanos y de los demás centros imperialistas. Por lo demás, la realidad indica que no se comportan de manera distinta, excepto por más maniobra política para imponer sus intereses.
En la recomposición del capitalismo en América Latina también se está procesando una reestructuración de la sociedad que favorece la dominación del gran capital, que ha logrado crear consensos activos y pasivos mediante nuevas formas de mediación, distintas a las clásicas contempladas por la sociología política, pero efectivas; aun donde tienen menor legitimidad los gobiernos, crean mediaciones explotando el miedo y haciendo de la pobreza y el desempleo una «oportunidad» para las estrategias conservadoras.
El tema de la inseguridad es alimentado deliberadamente para legitimar el uso de la fuerza pública y privada, que desde luego está al servicio de los intereses del capital. Hasta se usan las epidemias para que se acepten con gratitud los estados de excepción. Y una nueva doctrina de seguridad nacional ahora civil o democrática, consustancial a la preservación de los derechos del capital, se está imponiendo en todo el continente, dando protagonismo mayor a las fuerzas armadas con ese fin incluso en países de gobiernos progresistas.
También se construyen mediaciones manipulando la pobreza mediante el asistencialismo, que genera consensos pasivos, inmoviliza y disgrega a los sujetos colectivos, destruye la cultura de derechos y la sustituye con una degradada cultura mendicante.
Aun en los países donde se está produciendo una masacre social, se construyen mediaciones para gestar una cohesión social que parece imposible ante tanta miseria, despojo y humillación. Se lo hace mediante la multiplicación de las denominadas «estructuras intermedias», asociaciones comunitarias, asociaciones solidaristas, cooperativas, que resuelven problemas inmediatos de sobrevivencia o de convivencia, pero que garantizan que esos pequeños grupos de referencia estén al margen de la disputa distributiva. Más todavía: se busca que quienes los integran crean que son formas «participativas» que los «empoderan». Algunos grupos comunitarios son utilizados, incluso, para fines contrainsurgentes. Al estar al margen de la pugna distributiva, estas organizaciones intermedias no presionan sobre el sistema político ni al gobierno, cuyo cometido es dar seguridad y financiamiento al gran capital.
No puede perderse de vista que la estrategia conservadora concibe a los sindicatos como estructuras intermedias de gran utilidad. Y hasta se promueve su existencia y reconocimiento, en la medida en que socialicen y reproduzcan la idea de la empresa como «comunidad de trabajo», como «corresponsabilidad». Los trabajadores, aunque sean sobreexplotados, deben sentirse parte de esa comunidad entregando su productividad. Se les llega a tratar como «asociados», y hasta en los cuadros del mes se exhiben las fotos de los más destacados en las reglas de la flexibilización. La contrapartida empresarial son las mínimas dádivas con apoyos, actividades deportivas o similares, con las que se deducen impuestos y que se presentan como «responsabilidad social empresarial».
A nombre de rescatar al «individuo aislado y solitario del neoliberalismo» mediante la «búsqueda de la comunidad perdida», se crea una nueva forma de micro-corporativismo que produce consensos, que crea «capital social» –como dicen los muy conservadores teóricos de la acción social- sin modificar un ápice la concentración del ingreso. Pero es una pobreza acompañada.
La pugna distributiva es sustituida por la gestión de puntuales recursos para proyectos, gestión que da empleo a sectores de clase media profesional, que se convierten en intelectuales orgánicos de la reestructuración conservadora.
El socialliberalismo provee el instrumental teórico, y el socialcristianismo provee los argumentos sobre la moralidad del capitalismo. Premunida con su conservadora doctrina social –que nada tiene que ver con las concepciones del Celam de Medellín de 1968-, la Iglesia juega un papel protagónico en su ejecución. Aunque parezca mentira, la «economía moral», la «economía solidaria», son también campos de acción conservadora que alcanzan incluso a la actividad educativa: ahí están las llamadas universidades comunitarias, entre ellas las llamadas universidades interculturales para indígenas.
La recomposición de la dominación capitalista busca normalizarse mediante la creación de un nuevo Estado de derecho, que legaliza todas las formas de acumulación por desposesión y que legaliza las nuevas formas de subsidiariedad del Estado mediante el derecho positivo. Todo se hace con la ley, incluso mediante tratados internacionales de todo tipo, haciendo de ese embarnecido derecho público internacional una legal dominación imperialista que se convierte en legislación nacional obligatoria. Al poder legislativo le corresponde un importante papel en la gestación de este nuevo estado de derecho que privilegia los derechos del capital, para lo cual son necesarios los partidos y las elecciones. Y al poder judicial le corresponde un activo papel para sancionar su incumplimiento: es la juridización de la dominación. Este es el reino del neoinstitucionalismo.
Se podrá argüir que no es el Estado de los derechos del capital porque es un «estado social», que ha aumentado su gasto público social, que «garantiza» derechos sociales como salud, educación, vivienda. Sin embargo, este gasto público se dirige a fortalecer la acumulación privada porque, bajo los principios de la asociación público-privada y bajo los principios de un «Estado proactivo, chico pero eficaz», el Estado se retira de la provisión de los servicios que le entrega al capital, en tanto que sigue financiando esos servicios. Es así que una parte del fondo de consumo de los asalariados y de los consumidores pobres, que el Estado recauda mediante impuestos directos e indirectos, lo transfiere al gran capital que es el que puede proveer ese tipo de servicios, y que con ello acumula sin riesgos ni inversión propia. Así, los que eran anteriormente sujetos de derechos sociales pasan a convertirse en clientes o usuarios incluso agradecidos por recibir algún servicio.
El comunitarismo solidarista no sólo neutraliza la pugna distributiva, sino que también es campo de acumulación privada mediante el financiamiento o cofinanciamiento público de los proyectos gestionados, e incluso con el cofinanciamiento de los receptores de la solidaridad mediante pago monetario directo o cubriendo costos con voluntariado. Así, la asociación público-privada, ahora extendida a la asociación Estado-mercado-sociedad (el mentado «tercer sector» o el «hogar público» de Bell), es un campo de acción gubernamental para transferir recursos de los asalariados y de los consumidores pobres, que no deducen impuestos, a la acumulación de capital. Eso sí, con el comunitarismo sienten que se han «liberado de la tutela autoritaria del Estado» y que se han «empoderado».
Con este nuevo modelo de «Estado social», basado en el asistencialismo que provee de mínimos sociales -que los teóricos liberales de la equidad no querrían para sí mismos- y basado en la «corresponsabilidad» antes descrita, se produce un milagro: los asalariados y los menos pobres financian a los más pobres que sorpresivamente pasan a formar parte de la clase media; el capital acumula; los gobiernos se legitiman; y aumenta la desigualdad.
Téngase presente que, por apelar al Estado y a lo social, a este proyecto para favorecer la acumulación de capital y para estabilizar la dominación se le llamó «posneoliberal» desde comienzos de los noventa. «Ni neoliberal ni populista» se autodefinía, explotando las falsificaciones sobre el neoliberalismo como ausencia de intervención estatal.
El verdadero milagro es que las teorías sociales neoconservadoras elaboradas desde la década de 1970, de Daniel Bell, Irving Kristol, Peter Berger, Amitai Etzioni, Robert Putnam, Michael Novak y otros, fusionadas con el socialliberalismo de John Rawls, se hayan convertido en teoría y filosofía progresista. Y que el llamado posneoliberalismo supere a Friedman pero bajo el magisterio de Hayek.
Creo que estos son elementos de análisis necesarios para identificar qué tanto, donde hay gobiernos de izquierda o progresistas, se están produciendo rupturas con la estrategia dominante o qué tanto se está reproduciendo.
Pero las discusiones se han complicado para las ciencias sociales críticas en los países con gobiernos de izquierda o centroizquierda. Están siendo borrosas las fronteras entre los análisis de las ciencias sociales y el discurso político-partidario, condicionado además por los cortos tiempos electorales. Pienso que hay una confusión sobre lo que significa el compromiso político de los científicos sociales y lo que significa su responsabilidad ineludible de crear conocimiento sobre la realidad, precisamente para contribuir a transformarla. Y esto no es lo mismo que hacer propaganda o formular expresiones de deseo.
No es fácil encontrar esas fronteras siendo al mismo tiempo parte activa de la lucha por los cambios. Para la mayoría de los científicos sociales latinoamericanos de izquierda es una situación nueva. Pero la historia del siglo XX ha sido trágicamente prolífica en este dilema, sobre todo en los países del llamado socialismo real. Y al final resulta que la derecha llena esos vacíos y los manipula para revertir los procesos.
No es una discusión entre maximalismo o gradualismo, como algunos pretenden, sino de la dirección adonde se camina, aunque sea paso a paso. No hay que confundir gradualismo con cambio de dirección. En esto la derecha no se pierde, piensa estratégicamente para definir sus tácticas. Decía el Banco Mundial en 1991 que «hacer el ajuste a lo largo del tiempo no significa que la introducción de las reformas sea en sí misma gradual». Esto significa que cada paso, aunque lento, es decisivo según el modo como se da, para que pueda llevar al siguiente paso.
Y esta discusión es mucho más necesaria y urgente en este contexto de crisis del capitalismo, que lo hace violentamente voraz sobre nuestra región y acorta los plazos. Esta batalla de ideas es, sin duda, una lucha por la vida de nuestros pueblos, por nuestros países y por nuestro hogar vital, que no podemos eludir, y para ello necesitamos pensar juntos.
NOTAS
Texto leído en las IX Jornadas Nacionales-VI Latinoamericanas «El Pensar y el Hacer en Nuestra América, a doscientos años de las Guerras de la Independencia». Grupo de Trabajo Hacer la Historia-Universidad Nacional del Sur. Bahía Blanca, Argentina, 7 de octubre de 2010. Publicado en: Revista Aquelarre núm.19, Universidad del Tolima, Colombia, segundo semestre 2010, pp.75-82. Rediu (Red de Economistas de Izquierda de Uruguay), La torta y las Migajas, Montevideo, Editorial Trilce, 2010.
La autora es Profesora-investigadora del Área Problemas de América Latina. Departamento de Política y Cultura, Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco, México.
Tomado de http://www.escenarios21.com/2011/0060.html