Balanza.
Publicado el 16/03/11 a las 12:40 am
En la hora de los balances sobre el primer año del gobierno de José Mujica (o, como algunos gustan decir, el segundo año de la segunda administración del Frente Amplio), vale la pena resaltar algunos equilibrios, aunque más no sea a modo de “balanza”, con algunas evaluaciones negativas que han estado en el tapete en estos días. Y porque para hacer el balance hay que usar la “balanza” (entre lo positivo y lo negativo, lo nuevo y lo que es pura continuidad, los avances y los rezagos), este artículo está destinado a resaltar, del gobierno de Mujica, lo que ha aportado al equilibrio. Al equilibrio entre gobierno y oposición, al equilibrio entre la política doméstica y la internacional, y al equilibrio entre partido y gobierno.
La primera transformación –que puede o no ser estructural, el tiempo lo dirá– que introduce el gobierno de Mujica, ya no comparado con el gobierno de Vázquez sino con todos los gobiernos precedentes, ha sido la incorporación de los partidos de la oposición a todos los organismos y entes del Estado (19, incluyendo 12 entes autónomos y siete servicios descentralizados). Este hecho es, al menos en su amplitud y significación política, relativamente inédito en la historia reciente, y parece inaugurar (o reinstaurar: ahora con un sistema de tres partidos) nuevas modalidades de corresponsabilidad de gobierno.
La Constitución de 1952, bajo régimen colegiado, consagró la forma de integración: en los directorios de cinco miembros, tres eran del partido de gobierno y dos de la oposición. La reforma de 1966 sólo innovó al facilitar la remoción política de los mismos. Bajo la presidencia de Óscar Gestido y comienzos de la de Jorge Pacheco se abandonó este principio (aunque fueron designados, a título personal, diez directores del partido de la oposición, el Nacional en ese caso). La Concertación Nacional Programática (Conapro), a la salida de la dictadura, reafirmó la necesidad de volver a los principios de un “gobierno de unidad nacional”, aunque el primer gobierno de Julio María Sanguinetti no fue multipartidario. Aun así cabe destacar que se integraron 13 nacionalistas y seis frenteamplistas en los directorios de los entes. Los gobiernos que siguieron no volvieron a retomar ese camino: Luis Alberto Lacalle condicionó la participación en los organismos al “acuerdo programático”, y la izquierda fue excluida de cualquier integración en los períodos siguientes. Uno de los resultados de este proceso fue la imposibilidad de renovar los organismos de contralor (Tribunal de Cuentas y Corte Electoral), dándoles representaciones adecuadas a las nuevas circunstancias políticas del país. Esta renovación sólo fue posible por el proceso de integración de los partidos de oposición a los entes, lo que permitió conseguir las mayorías especiales requeridas en el Senado (dos tercios).
La propuesta del gobierno de Mujica de integración de la oposición no cambia sustancialmente la lógica con que opera el gobierno y la oposición en el Parlamento, pero renueva en la cultura política uruguaya una lógica del compromiso que podrá (o no) marcar la impronta para el futuro. Al mismo tiempo que corresponsabiliza a la oposición de lo que hagan los entes (ya no podrán decir “yo no fui”), obliga al Frente Amplio a afianzar su unidad y superar sus diferencias, habida cuenta de que sus mayorías son más estrechas ahora.
El gesto del gobierno de Mujica es al mismo tiempo de apertura hacia el futuro y hacia otros niveles de gobierno. Hacia el futuro porque obliga “simbólicamente” a que cualquier gobierno, después de éste, vuelva a practicar esta misma lógica de acuerdos. También se constituye en un ejemplo para la lógica de integración de la oposición en los otros niveles de gobierno (municipal, departamental).
Sobre este primer elemento, y pasada la “euforia” inicial, poco se ha dicho ahora en el balance. La participación de la oposición en los entes, la renovación de los organismos de contralor, o incluso la creación de un tercer nivel de gobierno (el municipal), aunque incipiente y con problemas, son novedades políticas de corte estructural que generarán no pocos cambios en las modalidades de gobierno en Uruguay.
El segundo elemento, y sobre el que con mayor frecuencia se han expedido los balances de este año, es la política exterior. El levantamiento de los puentes, el mejoramiento de las relaciones con Argentina, y el paulatino desmontaje de la antipatía tribal (de “patria chica”) de los uruguayos hacia nuestros vecinos (o incluso de partes de la izquierda hacia versiones del “progresismo” con las que les cuesta comulgar, como la “política K” o el chavismo), deben contarse entre los logros del gobierno. Fue útil para ello una política menos apegada a gestualidades de personajes (tanto a un lado como otro del río) y más ceñida a los intereses comunes, así como la sintonía entre el presidente y un ministro de Relaciones Exteriores cuyo desempeño en la cartera también merece destaque. Recordemos que el tratado de libre comercio (tlc) con Estados Unidos, que tantas divisiones causó dentro del Frente Amplio, comenzó a concitar algunas adhesiones a partir de nuestro malestar con Argentina y nuestra pretensión de “recortarnos” del vecindario.
No voy a mencionar las desavenencias en el Frente Amplio, que han estado tan presentes en el balance pero vienen desde el mismo ingreso del Frente al escenario del gobierno (y se vieron, por ejemplo, a propósito del tlc). Tampoco mencionaré la tan denostada distancia entre anuncios y realidades concretas. Sobre esto último diré que la gestión del Estado es y será una tarea complejísima, si se quiere asumir el riesgo de transformar la realidad social (y esto vale para todos los reformadores del Estado, los viejos y los nuevos). También lo es la administración de los conflictos de la izquierda “gobernante” (las diferencias entre quienes forman parte del gobierno y quienes no se dan en todos los sectores).
El balance entre gobierno y partido, sin embargo, aunque hoy es más precario, muestra un mayor equilibrio de las partes. Y si este equilibrio no se desplaza en dirección a un mayor protagonismo de la fuerza política, la causa ha de buscarse en los mismos grupos que la integran y que a menudo propenden a un debilitamiento de la discusión general en aras de la “gobernabilidad”. Porque, en efecto, siempre hay una tensión entre representación y gobernabilidad. La práctica de la representación abre el espectro de la participación, el abanico de las preguntas, los intereses en juego. La gobernabilidad, a menudo, tensa la política en dirección al principio de autoridad, y limita el número de alternativas posibles. El equilibrio entre representación y gobernabilidad, cuando se lo toma como eso (la balanza), no es fácil ni pacífico. Exige virtud, paciencia estratégica, y una profunda vocación democrática.
En el balance del primer año, entonces, puede resaltarse un mayor equilibrio: entre lo interno y lo externo, entre el gobierno y el partido, entre todos los partidos. Son logros políticos, no son económicos, ni sociales. Y no suscitarán los aplausos de quienes requieren dirección “firme”, principio de autoridad, o “mano dura”. Pero la búsqueda del equilibrio republicano (ese que entraña un modo de distribución del poder en el que todos estén representados) es una búsqueda digna, necesaria, compleja. Un buen desafío para la izquierda.
Tomado de BRECHA, 11/3/11.
http://www.brecha.com.uy/inicio/item/8113-balanza