martes 17 de septiembre, 2024

La edad de la razón.

Publicado el 15/02/11 a las 12:10 am

Por Constanza Moreira.

Cuando en el discurso del 26 de marzo de 1971 Seregni habló, no cabían dudas de cuál era el objetivo y la propuesta organizativa para el FA. El objetivo era desarticular la entonces llamada “trenza oligárquica”. Esta era la “trenza bancaria terrateniente y de intermediación exportadora: el grupo dominante que acapara la tierra, el crédito y los canales de comercialización de nuestros productos”. Identificada la ecuación de poder, cumplía entonces establecer un programa acorde con el desmantelamiento de la estructura de poder que al mismo tiempo que trababa el desarrollo, consolidaba un patrón de desigualdad. Por eso el programa era: nacionalización del comercio exterior, nacionalización de la banca y reforma agraria. El programa político derivaba del diagnóstico.
Para cumplir ese objetivo era necesario un instrumento: un frente popular, organizado bajo la forma de un partido, que al mismo tiempo que nucleara a todos los sectores y grupos permitiéndoles mantener su propia identidad (y ese fue el rasgo de tolerancia más sobresaliente en su formación), funcionara como un partido orgánico, con sus bases territoriales y sus distintos órganos de representación. La aspiración era crear una gran organización de masas capaz de representar las auténticas aspiraciones de las mayorías nacionales que los partidos tradicionales ya no representaban por estar, al decir de Seregni, “huérfanos de toda vida arraigada en el pueblo”. Y el Frente Amplio efectivamente devino en -incluso más allá de sus propias aspiraciones- la representación más cabal de los sectores más dinámicos de la sociedad: los trabajadores organizados, los estudiantes, las clases medias urbanas, los representantes de la cultura, la universidad, entre otros.
Los partidos tradicionales, monopólicos en la gestión de un Estado que había funcionado bien en épocas de bonanza pero que funcionaba mal o muy mal en épocas de crisis, continuaban conquistando el favor popular gracias a la extendida creencia de que eran la “única alternativa” de gobernabilidad para el país: garantía cuya base ampliaron con los ensayos de coalición que practicaron durante las dos primeras décadas de la democracia restaurada. El control del Estado, y la creencia en la garantía de gobernabilidad de su gestión, contrarrestaban en parte, la pérdida de su capacidad de representación simbólica, así como la falta de vigor necesario para reproducir una subcultura política propia. El gran éxito del FA, por el contrario, estribaba exactamente en eso, en el afianzamiento de la izquierda en las organizaciones populares (desdeñadas y temidas por los partidos tradicionales), y su peor defecto, era su nula experiencia de gestión del Estado.
Esta ecuación cambió y mucho en la “edad de la razón” del FA. Este demostró que podía gestionar el Estado, y aún mejor que los partidos Nacional y Colorado. Su capacidad de representación del ímpetu renovador y dinámico de las grandes mayorías nacionales, sin embargo, fue menguando. La multiplicación de candidatos, la aparición de nuevos grupos y formas de comunicación política, la capacidad de movilización de algunos liderazgos carismáticos (como el de Mujica), y nuevos aires progresistas en la política latinoamericana, contribuyeron a amortiguar la pérdida de capacidad de representación tanto simbólica como real, del propio partido político. Aunque aún hoy el FA sigue ostentando un cierto monopolio de representación de los intereses de las clases, otrora llamadas “subalternas”, ello obedece también a que no existen otras opciones político-partidarias que lo desafíen. Así, la asimetría entre capacidad de gobierno y representación, que caracterizaron a la primera etapa del FA (el de “la edad de la inocencia”), hoy se ha superado: el FA ha demostrado capacidad de gobierno, y aún detenta una capacidad de representación de las “grandes mayorías nacionales”. Sin embargo, este mayor equilibrio sirve también para mostrar los problemas del Frente en ambos campos, donde pueden señalarse déficits y vulnerabilidades.

Para terminar con la etapa “joven” del FA, huelga decir que a una “edad de la inocencia” ardiente y movilizadora, le siguió un ingreso a la adultez absolutamente trágico. La agudización de la crisis iniciada en los sesenta, la selección de respuestas cada vez más autoritarias frente a un movimiento popular cada vez más movilizado, y la resultante del terrorismo de Estado, hizo con que el FA agregara a su reciente biografía, una historia trágica, que se hizo desde entonces inseparable de la esperanza original. Porque en efecto, el FA joven y nuevo, fue el partido de la esperanza. Pero el FA del exilio, la cárcel y la dictadura, y el del “inxilio” (según Rafael Bayce, esa suerte de exilio dentro de fronteras en que vivimos durante la dictadura) puso una nota amarga en la cultura de la esperanza. Y la historia trágica de la izquierda se unió para siempre a la historia de la izquierda esperanzada y joven de los primeros años.

Huelga decir lo que pasó después, durante los años que se siguieron entre 1985 y el triunfo electoral del FA en 2004: la acumulación sistemática de grupos, sensibilidades, y votos; la lenta, insensible pero definitiva adecuación de las expectativas y del programa a la lógica de los cambios en el sistema capitalista, especialmente después del fracaso del socialismo real; la resistencia al neoliberalismo, en la práctica y en la teoría (quizá con más resultados en la primera que en la segunda); los cambios en los liderazgos (hacia liderazgos de mayor poder carismático)…y todos los sucesos que culminaron en la fecha emblemática: 31 de octubre de 2004.
La edad de la razón sólo sobrevino cuando el Frente Amplio llegó al gobierno en 2004. Atrás quedó el partido de la esperanza, y atrás quedó ese partido que testimonió con su sola sobrevivencia todos los abusos a los que el viejo y “pacífico” sistema de partidos en el Uruguay podía llegar. Dejó de ser el “intruso” y fue el gobierno, dejó de ser el partido de la oposición para ser el partido del Estado, y dejó de ser el excluido para transformarse en el centro de todas y cualquier inclusión posible. Y con la edad de la razón llegó el balance, el recuento de las aspiraciones y su contraste con los logros obtenidos. Sabemos hoy que las tensiones y las luchas han pasado a estar todas dentro de nuestro propio campo. Y que nuestra casa ya no es el refugio, sino el mundo.
El Frente de la edad de la razón es muy distinto al Frente joven y arrollador del 71, pero también distinto al herido y maltrecho FA del 85. Y se mide hoy con sus propias ambiciones y propósitos. ¿Cuáles son estos propósitos? ¿Vale la pena preguntarse hoy, como pensaba Seregni, por la “trenza oligárquica” que impide el desarrollo, la autonomía y la igualdad? ¿Podremos, como al inicio, tener claro el diagnóstico para proyectar el programa?
Eso estamos discutiendo hoy, y eso se consigna cuando se debate la distribución del ingreso, los gravámenes al gran capital, el papel de la inversión extranjera, la posición frente a las Fuerzas Armadas, o el alcance de nuestra política de derechos humanos. Aunque en la superficie la comidilla de todos los días sean las rencillas personales o grupales, el quién dijo qué de quién, el quién queda afuera y quién adentro del gobierno, o lo que dijo o quiso decir Mujica, la discusión siempre es otra. La discusión es hoy (aunque ya no se pueda hablar con esos términos porque, quien sabe, la democracia poliárquica se escandalice), como fue ayer: cuáles son los factores de poder (¡toda democracia lucha contra una oligarquía!, diría Aristóteles) que impiden el desarrollo nacional, limitan nuestra autonomía, y consolidan la desigualdad (esto es, la riqueza de algunos, y la pobreza de otros). Después, pero sólo después, vemos, desde el gobierno qué alianzas tejer, y cuál es la fortaleza de nuestros aliados.
Las fuentes de la desigualdad, han cambiado un poco, pero no tanto. Los diagnósticos sobre los procesos de acumulación del capital, del poder, del prestigio o del conocimiento son abrumadoramente coincidentes. Luego, podremos discutir cuánto oponemos el capital y el trabajo, la propiedad privada y la colectiva, el Estado y el mercado. O si buscamos el “justo medio”, o aprovechamos la circunstancia (todo gobierno es básicamente eso: una circunstancia) para fortalecer alguna parte de la ecuación, o nos lanzamos, como en el primer batllismo, a hacer un país “modelo”, experimentando y arriesgando, a hacer nuestra propia senda. Pero concientes de que la política (en cualquiera de sus versiones), es la única manera de habérnosla con la desigualdad. Y que una política indiferente a la desigualdad (una democracia que no redistribuya poder ni riquezas es una política inoperante, por más fachada “poliárquica” que ostente).
Luego, es cierto que siempre habrá diferencias sobre la forma en que unos y otros evaluamos lo que se puede o no hacer. Y esta parte de la discusión, a veces, es la mayor parte de la discusión, no la menor. Porque el “no se puede” (seguido, muy a menudo, del “es que no entienden”) que prima en la política uruguaya, es casi un sucedáneo ideológico (y es ideológico porque trasviste la verdad) del “no se debe”. Y en verdad creemos que “no podemos”, cuando podemos. Sobre este “no poder” (una incapacidad alimentada, a menudo, con los mejores argumentos) se va sedimentando la resignación y el cansancio; y éstos abonan tanto o más al status quo que cualquier declaración encendida a su favor. Esta es parte de la discusión, una parte importante. Saber hasta dónde podemos llegar sin alterar tanto el equilibrio político, que produzcamos una crisis de gobernabilidad cuya única salida sea una regresión al viejo patrón conservador. Esta difícil cuestión en la edad de la razón, requiere una respuesta justa. Una respuesta que no puede ni debe sustraerse al debate colectivo.

La edad de la razón es una buena edad, especialmente para los que tuvieron una juventud esperanzada. Es la edad en que la razón sintoniza con el corazón. Y el corazón abriga, todavía, los viejos ideales. Para un partido, es un buen momento de hacer un alto y mirar camino andado. ¿Los errores? Muchísimos. ¿Los aciertos? No pocos. Pero lo único que de verdad importa, es estar caminando, todavía.

Tomado de BRECHA, 4/2/2011.

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