SOBRE LA LIBERTAD DEL REPRESENTANTE
Publicado el 17/11/10 a las 12:00 am
¿En qué funda su legitimidad el Estado?, se preguntaban en el siglo XVII grandes filósofos como Hobbes, Locke y Rousseau. Ansiaban encontrar una forma de legitimidad del Estado que descansara en el pueblo, para así poder derrotar la pretensión de la monarquía de estar legitimada por Dios. Si el monarca era la «voluntad de Dios» en la tierra, ¿quién podría desafiarlo? ¿cómo podría estar sujeto a otra voluntad que no fuera la propia?
Era necesario mostrar que la única legitimidad del monarca venía de su pueblo. Y el argumento debería ser contundente. Así, sostuvieron que lo único que fundamenta la legitimidad del Estado es que los ciudadanos autorizan a los representantes a actuar en su nombre. Los representantes del gobierno, no actúan por sí y ante sí, sino sólo como intermediarios de la voluntad soberana.
Esta teoría llevó muchos años y muchas luchas para calar honda y profundamente en la conciencia política de los pueblos. Era la forma en que se devolvía a la gente el poder de decidir por sí mismos su propio destino, y era la forma en que la gente podía poner algún freno a sus gobernantes. Pero hasta que esa teoría ancló en una práctica efectiva de los derechos políticos, algunos siglos se pasaron.
Rousseau, el padre y autor de las teorías soberanistas que con la revolución francesa anclaron en el corazón del pensamiento artiguista, decía que «el día en que un pueblo se entregue a sus representantes, dejará de ser libre». ¿Qué señalaba con esto? Que los pueblos debían celar cuidadosamente para que los representantes no actuaran como particulares en el Estado, decidiendo por sí y ante sí los asuntos públicos. Que los representantes eran sólo eso: personas «ficticias» que representaban a una voluntad colectiva superior. ¿Cuál es la tentación? Que los representantes comiencen a considerar esos cargos y esos lugares de representación como propios, y luego, insensiblemente y gradualmente, los consideren como un objeto de su propiedad privada. En la política vale el principio de autoridad. Así, la libertad del representante cesa…cuando la autorización de quien lo elige se pronuncia.
Cuando la teoría de la representación fue acuñada, como modo de «frenar» el impulso despótico de la monarquía, no existía un equivalente al concepto de partido político. Con el tiempo, los partidos políticos se transformaron en los intermediarios universales de la relación entre el soberano y el gobierno. Y a través de la teoría de la democracia representativa, vinieron a ser los únicos representantes «autorizados» por la ciudadanía a disputar el ejercicio del gobierno. Pasaron a ser una suerte de soberano «menor» o «secundario», pero cuyo mandato y cuya opinión era imperativa al de los individuos que eran fungidos como sus «representantes», en el Estado.
El Uruguay fue muy pionero en esto: los partidos antecedieron a la vigencia de la democracia, pero continuaron con ella y tuvieron a su cargo representar la «voluntad general». Esta tradición se reforzó especialmente en el caso de los partidos de izquierda, quienes aportaron su propia mirada sobre el rol del partido. Nutridos en la lucha de las clases trabajadoras, la teoría y la práctica de que la organización sindical primero, y la organización política luego, eran la única garantía de sus derechos, hizo que la izquierda aportara una subcultura propia, a las tradiciones fundacionales de los partidos.
En Uruguay, la disciplina partidaria ha sido muy alta, al menos desde que se mide (a través de las votaciones parlamentarias), y esto es considerado por la teoría politológica como un componente más en la medición del grado de estabilidad e institucionalidad del sistema de partidos. Cuanto más programático el partido, cuando mayor desarrollo tenga de sus bases organizativas, y cuanto más disciplinado el comportamiento de sus miembros, mayor el grado de certezas que ofrece a sus votantes. Si los partidos no ofrecen certezas de su actuar, siendo como son los elementos centrales de la democracia, ¿quién asegurará la legitimidad democrática?
El Frente Amplio fue un ejemplo de disciplina, y no podía ser menos. Era tan grande el conjunto de partidos y grupos que lo componían, tan prolífico el pluralismo de preferencias e ideas, y tan intenso el debate político, que se hizo necesario un complejo sistema de reglas y órganos de representación (el Plenario, la Mesa Política, el congreso, el Secretariado, entre otros), para poder asegurar que actuara como «una sola voz» en el difícil escenario de su inserción en el viejo bipartidismo uruguayo.
La llamada «unidad de acción» evidenció todas las contradicciones posibles, cuando el partido llegó al gobierno. La unidad de acción allí, era más necesaria que nunca. Porque lo que en la oposición unía, ya en el gobierno tendía a desatarse. Es por ello por lo que los congresos y los programas cobraron cada vez más preeminencia; había que conquistar la voluntad de las mayorías del partido, si se querían introducir políticas, programas, o líneas de acción. Nada que no estuviera sancionado en el programa sería permitido…a menos que el silencio de los militantes y grupos lo permitiera.
Es en este contexto que se verifica la primera discusión a propósito de la oportunidad o no de derogar la Ley de Caducidad, caso se obtuvieran mayorías parlamentarias propias en diciembre de 2003. En un Congreso multitudinario (¡mil trescientas personas!), y tras un intenso debate, triunfó la opción de no derogar la ley (746 votos), aunque muchos fueron los votos en contrario (569). Allí se argumentó en voz alta, y frente a todos, se defendieron las ideas propias, y se aceptaron las derrotas. ¿Y no es así como se deben decidir las grandes cuestiones en el seno de un partido?
Cinco años después, y ante otra situación distinta a la que se imponía en 2004 (donde el argumento principal fue que el Frente Amplio arriesgaba su victoria si se animaba a volver a poner en consideración de la Ley de Caducidad), el Congreso volvió a votar. Y esta vez la votación fue la contraria. La votación mandató entonces a los «representantes» de ese partido en el gobierno, a hacer todos los esfuerzos para anular la Ley de Caducidad, como antes les había impedido intentarlo. Lo que antes se había respetado (no usar las propias mayorías para derogar la ley), ahora también debía ser cumplido (erradicar la ley del ordenamiento jurídico nacional).
Luego de idas y venidas y distintos borradores y documentos, el Frente Amplio encontró su texto definitivo, y como era esperable, «mandató» a todos sus legisladores a votar por la ley. Es en ese contexto, y no en otro, en el que se disciplinaron los ¡cincuenta diputados! y votaron la ley. Algunos incluso argumentaron en contra, pero votaron. El mandato imperativo de ese soberano que es el partido para quien tiene un cargo de representación electo a través de el, es y debe ser necesariamente superior a cualquier voluntad particular. El representante en tanto tal, deja de ser una voluntad «particular»: es una voluntad pública, y por ende, colectiva.
Puestas así las cosas, es claro que para todos los partidos, pero especialmente para la izquierda, los individuos son «representantes» de un soberano, que es la ciudadanía que los elige. Pero la ciudadanía no elige personas, sino partidos. En el Uruguay, además, a una legislación que establece esto (porque votamos en listas cerradas y bloqueadas sin poder elegir personas), se le unen elementos de cultura política centrales. En una encuesta de opinión pública realizada en el año 2007, preguntados los uruguayos sobre qué los había motivado a votar, la inmensa mayoría dijeron que habían votado «por el partido» o «por el programa» (esta última opinión era mayoritaria entre los frentistas). Sólo uno de cada diez entrevistados dijo votar por «líderes» o «personas».
Así, una vez más, se evidencia que la ciudadanía uruguaya vota ideas o partidos. Eso quiere decir que nadie, ni siquiera el más encumbrado de los líderes (¡ni siquiera el monarca!) puede actuar por sí y ante sí, en la vida política. Todos se deben, primero, a su soberano más próximo (el partido), y luego y desde allí- representan al soberano general. Y esta es la «regla de oro» de la voluntad colectiva. Porque, quien no respeta la voluntad de su soberano «menor» (el partido, y sus mayorías expresadas una y otra vez en todas las instancias posibles), ¿cómo habría de presumirse que respeta cualquier otra voluntad colectiva, como la del soberano?
La libertad del representante termina donde comienza la voluntad colectiva de las mayorías que lo eligieron para estar allí. En las sociedades donde impera la democracia representativa con base en los partidos políticos, como la nuestra, la «autorización» es la del colectivo político al que pertenece.
http://www.larepublica.com.uy/contratapa/431665-sobre-la-libertad-del-representante