DEL CAMBIO EN PAZ Y OTRAS RESTAURACIONES
Publicado el 27/07/10 a las 1:39 am
Por Constanza Moreira
La idea del cambio en paz como opuesta a la idea de un cambio con conflictos es una vieja idea conservadora, tan vieja como los tiempos.
El lunes pasado el Partido Colorado realizó un acto conmemorativo de los veinticinco años del retorno a la democracia. En el clima de «unidad nacional» instalado recientemente, a propósito de la apertura del actual gobierno a la participación de blancos y colorados en entes y organismos del Estado, no faltaron las referencias a la característica dialogal, negociadora, partidocrática y acuerdista de la vieja democracia uruguaya. Una característica que bien puede ser elogiada o criticada, alabada como amortiguadora o denunciada como freno del cambio. Pero en esa circunstancia, y a la vista de los convocantes, esta fue largamente festejada.
La consigna del «cambio en paz», empero, tiene un sabor amargo, especialmente para la izquierda, y no deberíamos celebrarla sin más.
La idea del cambio en paz no es inocente. Lleva escrito, como en el reverso de una medalla, un mensaje inequívoco acerca de la «superación» de la guerra de hermanos contra hermanos. Indica la probable existencia, a la salida de la dictadura, de un cambio que no fuera «en paz» sino en hipótesis de conflicto. Un cambio conducido por «los otros»: ¿la izquierda revanchista? Pues la idea del cambio en paz interpela inevitablemente a la izquierda. Así, el Partido Colorado parece recordarnos, una y otra vez, que fue la izquierda la que instaló la lógica de la guerra para impulsar los cambios. La guerra, el conflicto, se opone a la paz, la democracia. No podría haber una historia peor contada. Si existe ideología (una suerte de «falsa conciencia» sobre la realidad, que es tanto más poderosa cuanto más la falsea, pues vuelve a los ciudadanos ciegos, torpes, inoperantes, y últimamente incapaces de cambiarla), esta se vuelve transparente, inequívoca, en la idea del «cambio en paz».
Para empezar, y vale la pena repetirlo una y otra vez, la dictadura uruguaya no tiene su origen en ninguna guerra, a menos que llamemos por tal a, por ejemplo, la lucha de los trabajadores para defender y proteger sus salarios y derechos frente a la represión que con inusitada dureza se había instalado en el país como resultado de la larga crisis de estancamiento de fines de los cincuenta y de las desastrosas soluciones que se buscaron para superarla (la liberalización comercial y financiera, entre otras «curas», salida que también se intentó, con iguales pésimos resultados, en los noventa). La militarización de las fábricas, o del propio conflicto bancario, la matanza de estudiantes en las manifestaciones, dan cuenta de esa violencia. No era una violencia «fratricida» sino una violencia dirigida políticamente contra los intereses organizados de las clases populares que entonces, como ahora, pagaban siempre los costos del ajuste. El golpe de Estado sólo fue dado al final, como la crónica de una muerte anunciada. Antes, se había ilegalizado partidos y organizaciones, se había intervenido la Universidad, se había extendido la práctica de la prisión sin debido proceso y la tortura en las cárceles era moneda corriente en nuestro esquema de represión policial. El golpe de Estado terminó por barrer el resto de la institucionalidad que quedaba. Y aunque hubo ensayos autoritarios más profundos, como el de Juan María Bordaberry (que pretendía suprimir a los partidos políticos, como recuerda María Elena Laurnaga en su artículo último de «Caras y Caretas»), o intentos de ordenar la transición con manu militari (como el plebiscito de 1980) que no cuajaron, lo cierto es que poco podemos festejar de la forma en que transitamos a la democracia, salvo el hecho de que, finalmente, la democracia fue restaurada. Y menos aún, para la izquierda, el formato que asumieron las elecciones de 1984.
El slogan del cambio en paz traía otras ideas de contrabando. La primera, era la de que sólo el Partido Colorado sería capaz de conducir los destinos de esta nueva aventura democrática uruguaya, como lo había hecho en las dos eras democráticas anteriores (1904-32; 1942-73), aun cuando los dos golpes de Estado eran, claro está, obra del Partido Colorado, o de fracciones del mismo. La segunda era que la vuelta a la democracia entrañaba ciertas renuncias. Sobre ello abundaron los discursos de Sanguinetti y de Lacalle el lunes pasado. Por ejemplo, la renuncia a instaurar un estado de derecho «pleno»; ni siquiera una democracia plena. La equiparación en los discursos de estos ex presidentes del reintegro de los funcionarios públicos, con la liberación de los presos y la aprobación de la Ley de Caducidad, es sólo (y nada menos que): ideología, «falsa conciencia». Porque…los funcionarios públicos, ¿qué habían hecho de malo para ser despedidos además de militar en sus gremios, o en sus organizaciones políticas? Y los presos, ¿no habían ya pagado lo suficiente? (especialmente aquellos que fueron liberados recién en democracia). Es más, ¿no habían sido ellos mismos violados en sus derechos, en su integridad, en su moral, en la esencia misma de lo que hace humano a un ser humano? Y la amnistía a los militares, ¿podía equipararse a eso? No, de ningún modo. Ellos habían sido los responsables del terror, y eran amnistiados, porque a diferencia de los presos y de los funcionarios públicos, aún tenían el poder. Tanto poder como para imponer las condiciones de la restauración democrática. Los presos, en cambio, o los funcionarios públicos, no tenían ningún poder. Sólo fueron liberados o restaurados en sus derechos, porque el propio estado de derecho lo exigía. Igualar estas tres leyes, o igualar a los presos en la dictadura, las Fuerzas Armadas y los funcionarios públicos es un desmán político y ético. Un equívoco jurídico y normativo que ningún análisis serio toleraría. Pero su función no es ser veraz sino ser eso: pura y sola ideología.
La amnistía a los militares no fue sólo practicada en Uruguay, sino en varios países del continente que sufrieron dictadura. Las dificultades que experimentaron nuestros países para restaurar la democracia dejaron a los ciudadanos merced a la hechura de una transición en la que los militares salientes, y sus aliados civiles, pisaron fuerte, o muy fuerte. Chile es un buen ejemplo de ello. Y Brasil. Y Argentina. La renuncia a juzgar a los militares habida cuenta del frágil equilibrio de la transición, fue un pacto no dicho en la mayor parte de los casos. En el nuestro tuvo nombre: se le llamó «pacto del Club Naval». Y allí se negociaron los términos de la transición. De ese pacto emana, entre otras cosas, la exposición de motivos de la Ley de Caducidad. Pero ello no es un pacto. Los pactos, como señala toda la teoría contractualista desde Hobbes en adelante, sólo se hacen entre iguales. No pueden hacerse entre partes notoriamente desiguales. Porque un pacto de un débil con alguien notoriamente más poderoso, puede interpretarse como hecho bajo amenaza o coerción. Y la esencia del pacto es ser hecho libremente. No hay pacto sin consentimiento voluntario, y sin libre voluntad. Toda la teoría contractualista se basa en la idea de que los pactos que dan origen a la democracia son pactos hechos entre los ciudadanos, para confiar el gobierno a quien ellos elijan libremente.
La democracia uruguaya no tuvo origen en un pacto entre iguales. No eran iguales los que pactaban: un Frente Amplio con su principal líder preso, los blancos con su principal líder proscrito (Wilson Ferreira Aldunate), los colorados que se posicionaban como los favoritos para alzarse con el siguiente gobierno y los militares que ponían condiciones. Eso no fue un pacto en condiciones de igualdad. Fue un pacto entre desiguales. Y del que además, faltaba el elemento fundante de los pactos: el pueblo, el soberano.
¿Podemos celebrar esa salida democrática? No, nunca, de ninguna manera. La democracia siempre puede celebrarse. Pero nunca la forma limitada, precaria y con restricciones en que se dio. Por supuesto que puede argumentarse que no había manera, que las condiciones no estaban dadas para otra cosa, que la «lógica de los hechos» obligaba a buscar salidas «responsables» y no principistas. ¿No fue eso lo que se argumentó para el voto amarillo, que nos dejó el lastre de una deuda con los derechos humanos que hoy, veinticinco años después, seguimos pagando? Puede argumentarse, pero no celebrarse. Y menos compartirse.
La idea del cambio en paz como opuesta a la idea de un cambio con conflictos es una vieja idea conservadora, tan vieja como los tiempos. No hay cambio sin conflicto, sin adrenalina, sin desafíos, sin rupturas. No precisábamos paz a la salida de la dictadura, sino, justamente cambio.
Tomado el 26/7/10 de http://www.larepublica.com.uy/contratapa/418292-del-cambio-en-paz-y-otras-restauraciones