JOEL CAZAL In Memoriam, La Fuga del Hospital Militar de Montevideo
Publicado el 31/01/10 a las 8:30 pm
La muerte de Joel Cazal es la pérdida de un compañero entrañable. Para el Partido por la Victoria del Pueblo Joel ha sido un amigo, un compañero, un referente del periodismo latinoamericano, una voz solidaria y comprometida con todas las luchas de nuestro continente. Lo conocimos en Montevideo en los primeros años de la década de los 70 militando juntos en la Resistencia Obrero Estudiantil y luego en el PVP, trabajando en el área de la Salud, en años duros donde la represión crecía pero más se levantaba la lucha popular. Su fuga del Hospital Militar, donde fue llevado por las consecuencias de la tortura, es de las páginas inolvidables de la resistencia a la dictadura, una demostración de determinación, audacia, astucia. Luego , durante décadas, desde Venezuela, Joel y su revista Koeyu fueron un baluarte de la solidaridad con los compañeros presos y desaparecidos, de las denuncias y del pensamiento rebelde. Por todo eso nos pesa su muerte, por eso el abrazo apretado a su familia.
PARTIDO POR LA VICTORIA DEL PUEBLO- FRENTE AMPLIO-URUGUAY
Como homenaje publicamos el testimonio que Joel hizo a pedido de Hugo Cores sobre su fuga del Hospital Militar.
Pasé a la clandestinidad en los primeros meses del año 1970. En aquella época, militaba en la Federación Juvenil Comunista de Paraguay. Por deficiencias de nuestra propia estructura, no podía mantenerme clandestino.
Esto me obligó a asilarme en la embajada uruguaya en Asunción, el 24 de abril de 1970.
Dado que no lograron detenerme, detuvieron a mi esposa Blanca. La buscaron a su trabajo y la llevaron al Departamento de Investigaciones. Allí la detuvieron por cuatro o cinco días para interrogarla. Después la soltaron y el Jefe de Investigaciones de la Policía Política le dijo que se fuera a su casa, que no volviera al trabajo y que la iban volver a citar, todo esto como una medida de presión para que yo saliera de la Embajada de Uruguay y me entregara.
En esa época ya tenía mis dos hijos: Raúl, que estaba por cumplir seis años, y Arturo que casi tenía cinco. Por intermedio de mi hermana, le dije a mi esposa que viniera con los niños a la embajada, sin valija, como quien iba a visitarme. Cuando llegaron, solicité hablar con el embajador y pedí asilo político para ellos también. Esto ocurrió los primeros días de mayo.
Conseguir los salvoconductos para Uruguay no era sencillo. Había problemas.
Hay que recordar que en ese momento la situación política uruguaya se estaba complicando. Estaban los tupamaros y sus acciones ya comenzaban a sentirse. Una de las complicaciones era que no querían que viajáramos juntos. Así que primero viajé solo. Me llevó el agregado político al aeropuerto y salí hacia Montevideo el sábado seis de junio de 1970.
En Montevideo Como a las cuatro de la tarde llegué al Aeropuerto de Montevideo. Estuve en la fila de inmigración para presentar mi pasaporte cuando llegaron tres tipos vestidos de civil -de traje y corbata- y preguntaron: “¿Quién es Joel Cazal?”. “Soy yo”, les respondí. Ellos me pidieron que los siguiera. Eran funcionarios de la policía política que me estaban esperando.
Me llevaron en una “chanchita” azul hasta el Departamento de Policía de Montevideo. Subimos al cuarto piso. Estuve allí hasta las ocho de la noche porque, entre esperar al comisario y luego el interrogatorio -que fue largo- pasaron más de cuatro horas. Tenía que decir dónde iba a vivir. Yo sabía que eso me lo iban a preguntar. Yo llevaba nombres y direcciones pero no podía decirles dónde me iba a radicar. Ellos querían saberlo para tenerme siempre localizado. Yo les dije que me quedaría en algún hotel, no sabía cuál, porque apenas estaba llegando.
Un policía me acompañó. Incluso me cargó la valija. Fuimos a un hotel a tres cuadras del Departamento de Policía. “Residencial Suevia”, un hotelito en pleno centro de Montevideo (Calle Mercedes). Me registré, subí y esperé 45 minutos antes de volver a salir. Salí y llegué hasta la avenida principal “18 de julio”. Una pareja estaba en la parada y les pregunté por una dirección. Enseguida me reconocieron por mi acento. El hombre me dijo: “¿Vos sos paraguayo? ¿Vas a la casa de Pancho?”. Luego me explicó que era compañero de estudios de la persona que yo estaba por visitar y se ofreció a guiarme. Me sorprendió mucho esa casualidad, pero después me he ido acostumbrando a que la vida a veces te pone las cosas difíciles y otras te las pone muy fáciles.
No permanecí solo por mucho tiempo. El 22 de junio, 16 días después, llegó Blanca con los niños y nos reunimos todos para comenzar una nueva etapa en Uruguay.
En ese momento, en el Cono Sur, generalmente los exiliados políticos paraguayos difícilmente se quedaban en Montevideo. Era una ciudad muy pequeña donde había dificultades para conseguir trabajo. En lo fundamental todos asumían que éste era un paso para llegar a Buenos Aires. Yo tuve la suerte de conseguir un pequeño grupo de exiliados paraguayos muy solidarios.
La lucha en Uruguay
Inmediatamente tomé contacto con los compañeros de izquierda de Uruguay. Antes de eso yo tuve reuniones con el secretario general del Partido Comunista Paraguayo, quien siempre se mantenía en Montevideo. Se trataba del PC que desde el año 65 -luego de la ruptura entre China y la Unión Soviética- había quedado del lado de los chinos. Yo rompí con esa organización por que no me parecía correcto que la dirección política del partido se ejerciera desde mil 500 kilómetros de distancia fuera de Paraguay.
En el Sindicato de Medicamentos y Afines (SIMA) me conectaron con gente de la Federación Uruguaya de la Salud. El vínculo con ese sector era natural ya que yo tenía conocimientos de farmacología, toxicología y terapéutica.
Yo había estudiado tres años de medicina de guerra en Paraguay porque quería ser útil a la guerrilla, pero cuando me gradué ya había sido derrotada la lucha armada en mi país.
Como había tenido experiencia en visitas médicas en los Laboratorios LASCA, uno de los más grandes de Asunción, los compañeros uruguayos me buscaron un trabajo acorde con mis conocimientos. Conocí a compañeros del CASMU, el Centro de Asistencia del Sindicato Médico de Uruguay, dónde comencé a trabajar. Ese Sindicato tiene, o tenía, cuatro grandes sanatorios y entre 6 y ocho policlínicas. Era uno de los centros de asistencia médica más grandes e importantes de América Latina. Allí se afiliaban, de manera colectiva, los diferentes sindicatos de Uruguay.
Yo trabajaba en la farmacia, casi siempre en el CASMU 2 (entre la Avenida 8 de octubre y la calle Abreu). Llegamos en junio y para mediados de agosto ya estaba trabajando allí. En ese tiempo comenzó una huelga de la salud.
Una huelga larga. Pedíamos una reducción de la jornada a 6 horas de trabajo diario, que cada tres años se contaran como 4 para fines jubilatorios y 30 por ciento de compensación nocturna. La Federación Uruguaya de la Salud (FUS) era un gremio muy combativo.
Por allí tomé contacto con compañeros que estaban en la lucha armada y en actividades clandestinas. Al principio se trataba de una organización muy pequeña que había salido del Movimiento de Liberación Nacional (MLN-Tupamaros). Se llamaba UDAR (Unidades de Acción Revolucionaria). Eran unidades de cinco o seis compañeros. Después nos fusionamos con dos columnas que se salió también del MLN, a finales del 71 o principios del 72, que se llamó Frente Revolucionario de los Trabajadores (FRT). Ellos salieron de los Tupamaros porque consideraban que la lucha armada debería ser dirigida por un partido y condenaban el foquismo. Después nosotros cometeríamos los mismos errores que habíamos combatido. El FRT era una organización fundamentalmente de extracción universitaria.
En 1971, la radicalización de la lucha produjo una división de hecho, en el campo de la izquierda uruguaya. En ese momento se creó el Frente Amplio y nosotros, naturalmente, estábamos en contra de las elecciones. Después de una discusión dentro de la organización (FRT), se planteó la fusión con la organización cuyo aparato político de masas se llamaba Resistencia Obrero Estudiantil (ROE) y su aparato militar se denominaba Organización Popular Revolucionaria 33 (OPR-33). Esta última era parte de la Federación Anarquista del Uruguay y, teóricamente, se venía deslastrando del anarquismo. Fue esa una época muy linda de mi vida. De hecho aún mantengo vínculos muy fraternos y muy estrechos con mis compañeros.
De 1970 al 75, cuando me correspondió luchar en el Uruguay, fue un momento de gran efervescencia revolucionaria. Además de la organización en la que yo milité, en esos años estaban también los Tupamaros, la Fuerzas Armadas Revolucionaria Oriental (FARO), el Partido Comunista de Uruguay, los GAU, en fin, era un período de gran debate y de lucha ideológica en torno a la línea política de los partidos, tanto en los sindicatos como en el movimiento estudiantil y en el resto de las actividades políticas.
Yo militaba fundamentalmente en la Federación Uruguaya de la Salud y dentro de la organización había participado en algunas acciones militares pequeñas. Mi condición de paraguayo no me limitaba en la actividad política porque los uruguayos son muy respetuosos y no les importa de dónde eres si vives sus problemas con ellos y luchas por solucionarlos.
Recuerdo que el golpe militar se produjo el 27 de junio de 1973. Pero no debemos entender esta fecha como el inicio de la represión y la tortura.
Desde 1968, con la primera acción de los Tupamaros, con la Toma de Pando, el 8 de octubre de ese año, comenzaron los asesinatos de varios compañeros (Salerno, Zabalza y Cultelli). La tortura no sólo se le practicaba a quienes participaban en acciones militares, también se torturaba bestialmente a activistas del movimiento sindical. Y todo esto ocurría bajo una apariencia democrática, con el parlamento funcionando.
En febrero o marzo del 72, el MLN había secuestrado a un fotógrafo de apellido Bardesio, quien era integrante del escuadrón de la muerte, organización responsable del asesinato de militantes populares como Ibero Gutiérrez, Castagñeto y Ayala.
El 14 de abril de 1972, el MLN-Tupamaros realizaron varias acciones militares y en una de ellas ajusticiaron al jefe de dicho escuadrón de la muerte, quien era el Ministro de Salud, no recuerdo su apellido (creo que Acosta y Lara).
Desde ese instante se desencadenó una represión impresionante y lanzaron una cacería humana contra el MLN y sus aliados, y de hecho se vivió un estado de terror. Cayeron miles de compañeros quienes fueron a dar a la cárcel de Libertad. Después vino la represión contra nosotros, luego contra el Partido Comunista Uruguayo, los Grupos de Acción Unificadora (GAU), entre otros.
La represión contra nuestra organización empezó, básicamente, en los meses de noviembre y diciembre de 1974. Es decir, un poco más de un año después del golpe militar. Éramos la organizacion esponsable de las únicas acciones militares realizadas durante la dictadura.
La captura
Empezaron a caer los compañeros entre diciembre y febrero. El 25 de junio, un día miércoles, estaba yo trabajando, como a las 10 de la mañana. El muchacho que me delató, que me entregó, no sabía mi domicilio, ni cómo me llamaba, pero sí dónde trabajaba. Había compañeros que habían caído ya en noviembre, diciembre, febrero, y uno, con toda confianza, mantenía la parte legal de su vida porque efectivamente ninguno de ellos cantó o delató a sus compañeros. Ya la mayoría de los compañeros estaban detenidos y otros pocos en el exilio o totalmente clandestinos.
Yo no esperaba que este muchacho me delatara. Él militaba en el movimiento estudiantil y apenas sospechaba que yo participaba en la organización porque me había visto en la Facultad de Arquitectura con algunos compañeros.
Él cayó y cantó todo. Primero delató a todos sus compañeros del liceo y cuando no le quedaba ya nadie a quien delatar me delató a mí. Él sabía dónde yo trabajaba porque, en diciembre del 74, un compañero de la farmacia donde trabajaba me dijo: “Paragua, te buscan” y era el futuro delator.
Este me dijo le habían recetado unos antibióticos y que como no tenía dinero para comprarlos, un compañero le dijo que yo podía dárselos. Se los entregué. Posteriormente, él me había visto por la Universidad, así que él olfateó y pensó que, naturalmente, yo debía ser de la organización.
El 25 de junio, cuando me encontraba en mi trabajo, en la farmacia del Sindicato Médico (Av. 18 de Julio c/ Martin C. Martínez), me doy cuenta que él (el delator) se acerca. Yo estaba afuera, en el camión contando las cajas de medicamentos que habían llegado de la proveeduría. “Paragua, bajáte”, me dijo. Yo le pregunté qué quería y me respondió: “te busca la policía”.
Ahí se me acercaron los tipos, dos oficiales de civil. Comencé a gritar que me llevaban detenido a los compañeros que estaban adentro. Yo estaba con mi túnica y no me dejaron sacar mi campera. Me llevaron a casa, donde estaban Blanca, Raúl, Arturo y Rocío, que apenas tenía dos años. Revisaron todo. No encontraron nada. Yo no tenía nada, apenas unos discos viejos de Viglietti y Zitarrosa.
La tortura
De ahí me llevaron en la patrulla al Departamento 5 de la Policía uruguaya, es decir, a los servicios de inteligencia. Llegamos y luego de un rato me ordenaron que mirara hacia la pared y me pusieron una capucha. Después me llevaron a un cuarto, bueno, me imagino que era un cuarto. Comenzaron a interrogarme: “Cuándo se integró a la resistencia”. “Conmigo se han equivocado”, les respondí, “no tengo nada que ver con esa cuestión”, les decía.
El muchacho (el delator), participó en el interrogatorio y lo reconocí por la voz. Este me decía: “Mirá paraguayo, tenés que cantar porque ya cantaron todos”. Yo lo insulté y ahí comenzaron los golpes por parte de los torturadores en la boca del estómago, fundamentalmente, y el plantón que consistía en mantenerme de pie, con las piernas abiertas y los brazos extendidos a la altura de los hombros, con las palmas de las manos hacia arriba. Si dejaba caer los brazos me golpeaban más.
En eso estuvimos el resto del miércoles, jueves, viernes y parte del sábado, cuando me llevaron en la mañana al Hospital Militar. Perdí la noción del día y de la hora. Lo único que tenía claro es que yo no iba a cantar y no tanto por una cuestión ideológica. Además no tengo la tal formación ideológica.
Mis ejemplos para no delatar fueron: Julius Fucik, periodista checo asesinado por los nazis; Henry Alleg, periodista francés que fue torturado en Argelia; y el más importante ejemplo fue el de mi suegro (Dimas Acosta), el papá de Blanca, un hombre muy torturado en Paraguay, quien murió hace poco, después de cumplir 90 años. A él lo detuvieron en la imprenta del Partido Comunista Paraguayo, en 1964, unos veinte días antes de nacer Raúl, el 27 o 28 de julio. Dicha imprenta estaba en un sótano con respiradero y allí se imprimía “Adelante”, periódico del PC y “Unidad Paraguaya”, que era un mensuario. Fue torturado bestialmente y no delató ni a un militante del PC. Su actitud era tan fuerte que se ganó el respeto de todos.
Yo tenía muy presentes esos ejemplos y pensaba en mis compañeros, cómo me iban a ver y, lo más importante, pensaba en mis hijos en que no tuvieran que vivir la vergüenza de tener un padre traidor, delator.
Además los paraguayos tenemos un valor muy arraigado de lealtad con los amigos, con los compañeros y no sabemos quejarnos. Durante la Guerra de la Triple Alianza, los heridos y los mutilados paraguayos se reconocían enseguida, porque no decían nada, no se quejaban.
Conmigo se ensañaron más por mi condición de paraguayo. Me insultaban y me recriminaban por qué me habían dado asilo político y yo había participado en la lucha uruguaya. Me decían que gritara “Viva Stroessner”. Yo les decía que no iba a gritar, que era exiliado político paraguayo y no iba a gritar.
Me aplicaron diversos tipos de tortura. Por más que uno se diga que es mentira que te van a fusilar, lo más difícil es la práctica del simulacro de fusilamiento.
Una vez me hicieron abrir las piernas y me empezaron a golpear los testículos con un objeto que no logré detectar qué era. Pudo ser con la culata de una pistola, no sé. Me aplicaron la picana. Una vez me dijeron “agáchese”, y uno sabe que a veces te dicen que te agaches, como si hubiera una puerta muy pequeña, y es sólo para desorientarte, para que después no puedas reconocer el lugar donde te tenían.
Me hacían parar sobre una madera y me decían que tenía cinco minutos para delatar y que allí nadie salía sin cantar. Yo les decía que no necesitaba esos cinco minutos, que ellos se habían equivocado conmigo, que yo no tenía nada que cantar. Llegó un momento que me pasaron un trapo húmedo por el cuerpo y me aplicaron la picana, los electrodos. Eso me tumbó al piso y eso hizo que me mojara más (por lo visto había agua en el piso). Cuando me caí me pararon. Me la aplicaron en los tobillos, en las rodillas, en la punta del pene y en los testículos. No sé cuánto tiempo estuve allí. Durante la tortura participó un supuesto médico. Bueno, no sé si era médico o fingía serlo. A veces me tomaba el pulso, la tensión, y decía que podían continuar.
Después de la picana vino la sesión de golpes en los testículos. Cuando me estaban golpeando en algún momento me caí y ya no me pude parar más.
Entonces uno de los torturadores me agarró por la capucha, como para arrastrarme a otra habitación. Pero se salió la capucha y los vi a todos. “Hijo de puta”, me gritaron, “igual te vamos a torturar”.
Entre ellos estaba el muchacho que me entregó. En el estado en que yo me encontraba, no sé de dónde, me surgió la idea de vengarme del muchacho. Les dije que la única relación que había tenido con él consistía en que una vez él había ido a retirar medicamentos de la farmacia y cuando notó mi acento supo que era exiliado político paraguayo, por lo que después regresó a darme unos papeles de una organización política, los cuales yo rechacé por mi condición de exiliado. Eso provocó que los torturadores se ensañaran con él mientras éste gritaba que yo estaba mintiendo.
Me dejaron descansar por un rato y después me llevaron y me pusieron la capucha y comenzó el plantón otra vez. Yo creo que eso fue en la madrugada de una de esas noches. Se me acercó uno de los torturadores, me dió unas palmadas en la espalda y me dijo: “sos guapo, paraguayo”. No le dije nada.
Me dijo que me sentara y lo hice pero prefería estar de pie, ya que al sentarme fueron más fuertes los dolores.
Después de todos los golpes, debe haber sido en la madrugada del sábado (el cuarto día), yo me desplomé y me salieron burbujas por la boca. Los policías me sacaron la capucha y me llevaron a una habitación (cocina),donde me sentaron. Estando allí, llegó un médico que me tomó la presión arterial y escuché que dijo: “hay que llevarlo rápido al hospital o si no se nos queda”.
En el Hospital Militar
En la misma silla me llevaron a la camioneta azul y de allí, al Hospital Militar. Yo no podía caminar, tenía los tobillos hinchados.
Recuerdo que cuando llegamos al hospital, en la garita, el policía le mostró el carnet al soldado y entramos. Me sacaron placas radiográficas y despues del resultado me internaron. Llegó el médico. Me llevaron a una sala, una sala preoperatoria, por lo visto. Me vieron dos médicos más, me auscultaron con el estetoscopio. A una enfermera que se acercó le dije que tenía hambre, que quería comer. No había comido nada desde que caí preso.
La enfermera consultó a los médicos y escuché que le dijeron que yo no podía comer nada porque iba a ser operado. Así me enteré de que me operarían. Al poco rato vinieron, me rasuraron y me bañaron.
En la camilla me llevaron a la sala de operaciones. Yo soy alérgico a varias cosas, entre ellas a la novalgina y a todos sus derivados. Pedí hablar con el cirujano, que quería hablar con él antes de que me pusieran la anestesia. Vino el tipo y me preguntó qué deseaba. Le dije que quería dos cosas: La primera era que si yo llegara a morir en la operación que se dejara constancia de que la culpa no era de ellos (los médicos), sino “por culpa de las torturas que me infringieron en el Departamento 5 de la Policía de Montevideo”. Me dijeron que no me preocupara, que había llegado a tiempo, que no me iba a morir. La segunda era que soy alérgico. Me dijeron que no me preocupara.
Me operaron. Cuatro horas duró la operación. Me abrieron todo el abdomen.
Como recuerdo tengo una cicatriz de 24 puntos. Ya despierto me llevaron a la sala 5. Una sala general donde estaba un sargento, varios cadetes y soldados. Había 20 camas en la sala. Me correspondió la cama 519.
Me enteré de qué me habían operado porque la enfermera todos los días llevaba la historia clínica y la dejaba ahí, en la cabecera de la cama, porque cuando los médicos hacían su ronda tenía que estar allí la historia de cada paciente. Empecé a revisarla y me enteré que tenía una hernia diafragmática que se estranguló y empujaba al corazón a la derecha y que los intestinos, a causa de los golpes, comprimieron los pulmones.
El médico cuando me visitaba me decía que tenía que hacer ejercicios, levantar una pierna, caminar, para poder recuperarme bien.
Además de la guardia militar del hospital, yo tenía un guardia civil personal por turno, uno de 6 de la mañana a 2 de la tarde, otro desde las 2 de la tarde hasta las 10 de la noche y el último desde las 10 de la noche hasta las 6 de la mañana. Esta guardia la hacían funcionarios del Servicio de Inteligencia del Departamento 5 de la Policía de Montevideo.
Yo fingía que caminaba con dificultad dentro de la sala pero cuando llegaba al baño hacía los ejercicios. Al final de la sala estaban los roperitos, donde tenían sus ropas los internados. Allí había una puerta que comunicaba con otra pequeña sala y, a la izquierda, estaba el vestuario de los médicos y las enfermeras. A la derecha había dos waters, donde hacía mis ejercicios.
De los periódicos, sólo me permitían leer los comics, hacer el crucigrama y cosas por el estilo. Recuerdo que había un cadete a mi lado. Un muchacho de Rocha, su padre siempre lo visitaba. A él le pedía papel higiénico. El señor, además, siempre me traía caramelos o cosas así. Él me contó que durante su juventud fue del Partido Socialista (de Frugoni). Siempre conversábamos.
También estaban unas muchachas, practicantes de enfermería, que nos visitaban tres veces por semana. Practicaban a tomar el pulso y la tensión.
Una vez me preguntó una de ellas por qué yo no recibía visitas. Le dije que yo era un preso político y la miré a los ojos a ella y a su compañera.
Estaban sentadas cada una a un lado de la cama. Cuando las miré, descubrí esa mirada de picardía que es tan expresiva. Aproveché y le expliqué que no era uruguayo, que había una confusión, que no era subversivo, que mi familia no sabía de mí y le pregunté si podían ayudarme, si podían hacer una llamada telefónica para decirles nada más que yo estoy bien, “nada más”, les dije.. Ellas aceptaron.
Pedí permiso para ir al baño. Allí anoté el número, hasta ahora me acuerdo: cincuenta y ocho, cincuenta, noventa y seis. Lo anoté en un papelito muy pequeño. Cuando me estaba midiendo la tensión se los pasé. En la siguiente visita, una de ellas me dijo que había llamado al número, que mi familia estaba bien y que mi madre había venido de Paraguay. Mi pobre vieja, Emiliana se llamaba, como se llama ahora mi nieta, la hija de Raúl.
Yo no quería que mis hijos me vieran preso. Esa fue la razón fundamental por la que yo sabía que iba a intentar fugarme y por la cual me fugué.
Aguanté la tortura por mis hijos y me fugué por ellos: no quería que me vieran preso.
Yo no tenía contactos con nadie de mi mundo. Con ningún preso político, con ningún familiar. Sólo con los militares que estaban internados en la Sala Cinco.
A mí me internaron el 28 de junio. Pasaban los días y ocurrían algunos gestos buenos de la misma gente del hospital, casi siempre la Dietista me hacia llegar jugo de durazno. Eran gestos que, de alguna manera, mostraban un rostro humano en medio de esa situación.
A mi lado derecho estaba un sargento que escuchaba todos los días radio.
Recuerdo que en esos días comenzó a ponerse de nuevo de moda “Candilejas”, y esa película yo la vi en el viejo Teatro Municipal de Asunción, cuando yo tenía 14 años, con mi cuñado y mi hermana mayor. La canción me recordaba a ellos.
Pasaban los días y recuerdo que un día, en el baño, le pedí un cigarrillo a un soldado. Todos ellos eran delatores, porque al día siguiente el del servicio de inteligencia me preguntó “¿querés fumar, paraguayo?”, evidentemente para ablandarme, para comprarme. “Yo no fumo”, le dije. Ese tipo de detalles es el que uno vive bajo condiciones de prisión.
Después de cenar, desde que tengo memoria, yo camino 40 pasos. Mi abuelo siempre decía que había que caminar esos pasos para ayudar a la digestión.
La cena era siempre a las seis de la tarde. Después de comer me daban dos Mogadón, un hipnótico muy fuerte. Así que yo me los tomaba y me quedaba completamente dormido hasta las cinco de la mañana. Una vez el padre del cadete, el señor que me trataba con amabilidad, me preguntó por qué yo caminaba después de comer. Le conté la historia de lo que decía mi abuelo.
Cuando su hijo fue dado de alta, él se acercó a mi cama y me dijo “Joven, le deseo mucha suerte y ojalá sea libre muy pronto, libre como los pájaros”, y le agradecí esas palabras.
La fuga
El martes 15 de julio decidí que trataría de fugarme. No tenía nada que perder. Cuando me dieran de alta me iban a torturar de nuevo y, si sobrevivía, me presentarían ante un juez militar que de seguro me impondría una pena. Tenía que fugarme.
Desde el ventanal yo veía la avenida “Centenario”. Ese martes le dije al enfermero que quería afeitarme. Tenía una barba de veinte días. El enfermero se lo dijo al oficial, y me acompañaron. Cuando estuve allí, me acuerdo bien, en el baño, junto al water, frente a un espejo que estaba roto, comencé a hablar con el enfermero y le dije que yo iba a ser joven cuando saliera en libertad. Me preguntó por mi edad y le respondí que tenía 34 años. Le dije que iba a salir rápido, que yo no tenía nada que ver y que, aparte de eso, yo era un tipo con suerte. Me preguntó cómo era eso de la suerte. Le dije que se imaginara mi suerte: un exiliado paraguayo que logró quedarse en Montevideo y que inmediatamente consiguió trabajo. El oficial, que estaba oyendo, me dijo que en lo único que no había tenido suerte era que había caído preso. No le contesté nada.
Al día siguiente, el miércoles en la mañana, vino el médico, y me aseguró que estaba muy bien. Yo le pregunté cuándo me daban de alta y él me respondió que muy pronto. Yo pensé que posiblemente me daban de alta al día siguiente, que era jueves, porque el viernes 18 de Julio es feriado en Uruguay, y si yo me encontraba bien no iban a tenerme hospitalizado allí hasta el lunes. “Tengo que fugarme esta noche”, pensé. Yo tenía mi pantalón y mi camisa pijama. También tenía un buzo colgado en el roperito ese que quedaba antes de entrar la baño.
Ese día en la tarde, en la tardecita, después de cenar, me dieron los dos Mogadón y yo finjí que me los había tomado, fui al baño y los tiré porque si no me iba a quedar dormido. Aproveché y saqué el buzo y me lo puse.
Luego me acosté. A eso de las nueve de la noche fui al baño. Todas las ventanas de la sala tenían rejas pero eso no ocurría en la enfermería y en la tizanería. En la tizanería había una heladera en la que se guardaban los jugos de los enfermos y cosas por el estilo. Yo fui al baño y a la enfermera le llamó la atención el hecho de que yo no estuviera dormido. Cosa de la cual yo no me había percatado. Al ver su actitud le comenté que algo en la comida me había caído mal porque tenía diarrea. De todas formas ella salía de la guardia a las diez de la noche. Durante toda la noche hacía la guardia un solo enfermero. Total que esa noche, cuando fui al baño, vi que el cañón del Fal del soldado estaba hacia abajo, es decir que estaba garuando (lloviznando). También vi que en el vestuario de los médicos estaba colgando la túnica de uno de ellos. La túnica tenía estampado un apellido judío (el del Jefe de Sala). Esperé que las enfermeras entregaran la guardia. A las diez y media volví a la sala de baño, me metí en el vestuario y desabotoné la túnica pero la dejé allí colgada. No sé por qué razón, pero decidí que a las once y media iba a tratar de sacar esa túnica.
Cuando salí del baño yo no sabía quien era el oficial del servicio de inteligencia que estaba de guardia. Salí del baño y me dirigí hacia la puerta de entrada de la sala, la abrí y vi que el oficial estaba leyendo una revista: le chisté, nada más para ver si estaba concentrado en su lectura y él ni se percató. Quien sí me miró fue otra persona que estaba allí, un acompañante del enfermo que estaba al lado de mi cama. Rápidamente pensé que tenía que decirle algo. El acompañante le dijo que yo lo estaba llamando. Este era uno de los peores oficiales que me habían vigilado en el hospital. Al principio, recién me habían operado, él me vigilaba hasta en el baño. El oficial se acercó y me preguntó que quería, le dije si tenía un cigarrillo. Me dijo que no, me dio la espalda y volvió a sentarse.
A mí me habían quitado casi toda la ropa, pero me habían dejado mi buzo y mis zapatos mocasines. Durante toda mi vida siempre me han gustado los mocasines. Cuando la enfermera me preguntó por qué no dormía, le dije que tenía chucho (frío). Así intenté justificar usar mi buzo.
Siempre he tenido la costumbre de guardar muchos papeles en mis bolsillos.
Conservaba entre ellos un carnet de una tienda de comercio por departamentos (Angencheidt). Con Blanca, habíamos comprado ahí una vajilla y otras cosas. La vajilla, recuerdo que costó 139 mil pesos y pagaba 13 mil 900 pesos mensuales. Tenía que pagar el crédito en diez meses y hasta ese momento habían transcurrido como tres o cuatro. Cada vez que uno iba a pagar sacaba la tarjeta y le anotaban allí 13 mil 900. No fue por culpa mía que no terminé de pagar.
Sabía la hora porque en la sala había un reloj de pared. Yo me había propuesto sacar la túnica a las 11:30 pm. Efectivamente a esa hora, me levanté de la cama y me fui directamente al vestuario, agarré la túnica, me metí al baño. Allí me subí el buzo, me enrollé la túnica en la cintura y la puse por debajo del pantalón pijama. Regresé a la cama. Allí tenía una naranja, que había quedado de la cena, y jugo. Me dije que debía tratar de fugarme a las 12:30.
Como yo hice el servicio militar obligatorio en Paraguay, yo sabía que la guardia tenía que cambiar a las 12 de la noche. En la sala estaba un soldadito herido, a quien se le había dado un tiro. Como a las 12: 10 ó 12 :15 de la noche, vino el enfermero y le hizo la cura. Yo trataba de hacerme el dormido, pero vigilaba el reloj.
El enfermero terminó de atender al herido como a las 12:35 de la noche. Iba hacia la enfermería, apagó las luces y fue a otra sala. Esperé cinco minutos más. Me levanté, me puse mis mocasines, puse la naranja en el bolsillo de mi pijama, sin saber por qué lo hacía, agarré la jarra de jugo y me dirijí hacia la tizanería. Cerré la puerta (derramé el jugo), abrí la ventana. Allí había un estrecho muy oscuro, como de tres o cuatro metros, que separaba la sala 5 de otra sala. Estaba en la Planta Baja. Una Planta Baja un poco alta.
Dentro de la tizanería, debajo de la ventana, había un radiador. Pongo un pie en el radiador, paso el otro afuera de la ventana, salgo al otro lado y cierro la ventana. Ahí hay un tubo que alimentaba la calefacción. Me apoyé en ese tubo y salté.
Me puse la túnica y caminé. Me dirijí hacia la puerta de salida más cercana. No era la puerta principal del Hospital, sino la puerta por donde entraban en coche los médicos y las ambulancias. Pasé como a cinco o seis metros de los guardias de seguridad interna. Caminé como cincuenta metros hasta el portón. Cuando estaba en la mitad del trayecto entre la salida y el hospital, me di la vuelta y miré hacia el edificio. El hospital estaba todo iluminado, eso nunca se me olvidará, toda aquella luz del hospital.
En el portón había una garita más o menos alta. Estaban dos soldados de guardia. Saqué mi carnet de la deuda de la vajilla, lo mostré a cierta distancia y dije: “soldado, ábrame la puerta, tengo un enfermo grave en la Sala 10 y tengo que ir a traer sangre del sanatorio IMPASA”.
La sala 10 era una sala donde generalmente había operados, donde se hacen transfusiones y el IMPASA estaba a unos trescientos metros del hospital.
Esa información formaba parte de los datos que yo iba recogiendo mientras me recuperaba. El hombre no me respondía. Así que le insistí: “Soldado, mire que estoy apurado, tengo un enfermo grave y tengo que hacerle una transfusión”. Ahí escuché que el otro soldado dijo: “abríle, abríle”. El soldado tomó un manojo de llaves de una mesita que tenía allí, en la garita, y caminó hacia mí. Guardé mi carnet. Él pasó por detrás de mí, rumbo a la puerta de salida. Con las llaves en la mano decía: “a ver, a ver, ¿cuál es?” Abrió el candado con la primera llave que probó. Le dije “gracias, soldado” y le di la naranja.
Los compañeros
Salí a la avenida “Centenario” y me dirijí hacia la calle Mateo Vidal, cuando llegué a la esquina, me di cuenta de que estaba libre, me quité la túnica y empecé a correr. Corrí como veinte metros y luego comencé a caminar. Vi las luces de un coche y enseguida comenzó la psicosis de que me estaban buscando.
Desde la esquina vi que se acercaba un taxi que paraba justo frente al IMPASA. Corrí hacia el taxi. Lo detuve y subí en él. No tenía dinero ni documentos. Le dije que quería ir a Carrasco. Ahí tengo una familia amiga, Raul y Mery. Le dije que fuera por la avenida Italia y, para tomar esa vía, teníamos que pasar otra vez frente al Hospital Militar.
Desde la salida de la sala, hasta que tomé el taxi, habían transcurrido doce minutos. Tenía que conversar con el taxista para que me esperara en Carrasco y así podría pagar por su servicio. Él me dio la oportunidad porque cuando subí al auto, frente al IMPASA, me preguntó si yo trabajaba allí. Le dije que sí pero que hoy había salido tarde por una operación que se nos complicó y que me llevara hacia la casa de una señora que tenía que cuidar de noche y que iba con retraso, razón por la cual le pedía que me esperara a ver si no estaba con ella un familiar, y que si esto era así, entonces ya no tendría que quedarme y así me llevaría a otro lado.
Le dije eso para poder conseguir el dinero o tener la oportunidad de ir a otro lugar si no había nadie en la casa de mis amigos. El taxi me costó tres mil trescientos pesos. Al llegar, Mery me dijo “Joel te largaron”, yo le dije que sí y le expliqué lo del taxi. Me dio 30 mil pesos. Le pagué al taxista tres mil quinientos.
Mery me prestó un pantalón de su marido que me quedaba un poco grande y un tapado de ella. La túnica la dejé allí. Años después ella me contó que la túnica la había quemado. Yo salí. Quería ir hasta la casa de una amiga paraguaya (su hermano fue mi compañero de bachillerato) relacionada con otro amigo paraguayo, hijo de árabes, que trabajaba en la sede diplomática de un país árabe. Era una especie de agregado de prensa.
Caminé por la avenida Bolivia y llegué hasta una estación de servicio de la Texaco. Por allí pasaban muchos taxis que iban al Casino del Hotel Carrasco. Allí conseguí un coche y fui a otro lugar. Toqué el timbre y allí estaba mi amiga Mina, con su hijo pequeño que ahora es médico. Le pedí que llamara al árabe-paraguayo que trabajaba en la embajada. Yo a él no lo conocía bien, sólo nos habíamos visto en algunas fiestas, en asados y cosas así.
Cuando él llegó no me reconoció. Yo estaba con el pelo corto y sin bigotes. Le conté mi situación y le dije que la única solución era asilarme en alguna embajada. Le pedí que investigara en cuál embajada sería más seguro asilarme. Le pedí que me buscara las direcciones, los horarios de atención al público y cuáles eran las más fiables.
La casa de Mina no era nada segura, era demasiado conocida como lugar frecuentado por el exilio paraguayo. Allí no podía quedarme. Así que este hombre me llevó a casa de Mery nuevamente (en Carrasco).
Al otro día en la mañana, luego de haber dormido dos o tres horas, tomé un café con leche y un pan tostado que me ofreció él. Mery salió como a las diez de la mañana y me quedé solo en la casa. Cuando ella me dijo que me iba a quedar solo le pedí un sedante. Cuando uno está perseguido cree que cualquier ruido es una indicación de que han venido a buscarte. Así que me tomé el sedante y me quedé tranquilo.
Como a las 11 de la mañana llegó Mery y me dijo que me habían mandado la lista de las embajadas: Venezuela, México, Suecia y Colombia. Venezuela estaba en el boulevard “Artigas” y atendía hasta la una de la tarde. Estaba en el primer lugar de la lista y teníamos chance de llegar. Ella se ofreció a acompañarme y a buscar un taxi.
Cuando me percaté de que me iba a la embajada de Venezuela, pensé “y entonces, ¿tengo que irme de este país?”, me dije. No quería dejar Montevideo.
Ella salió a buscar el taxi y me dijo que me quedara en la cocina. Desde ahí podía ver cuando llegara. Efectivamente, al ver el coche detenido frente a la quinta, salí y me subí al taxi.
Agarramos por Rivera y al llegar a boulevard “Artigas”, cuando veo de lejos la bandera venezolana, le dije al taxista que se parara. Me despedí de Mery y ella siguió con el taxi.
La Embajada de Venezuela
Entré a la embajada, que era un caserón grandísimo. Llegué a la recepción y le pedí a la muchacha que me llevara ante el consejero político de la embajada. Me indicó que era un piso más arriba. Subí, comencé a ver las oficinas y encontré a dos tipos sentados frente al diplomático. Pregunté por el consejero y uno de barbas me dijo que era él. Le pedí hablar y me
dijo que le esperara abajo, pero yo le dije que afuera me estaban esperando dos médicos del Sindicato Médico del Uruguay.
Enseguida se pusieron de pie los dos visitantes y salieron de la oficina. El sindicato de médicos es una organización muy respetada y reconocida en Uruguay. Nos dejaron solos y le expliqué mi situación al consejero (Dr.Carlos Baptista Olivares). Le dije que fui torturado, que tuve que ser operado y le enseñé mi cicatriz. “Usted no se sacó un diente”, me dijo. Me indicó que me sentara frente a un gran ventanal desde donde podía verse la calle. Al lado estaba la oficina del Embajador, pero éste ya se había retirado. Aproveché para preguntarle a una secretaria cómo se llamaba el embajador y me respondió que era Julio Ramos. Al enterarse de mi presencia, el doctor Ramos volvió a la Embajada.
Estando sentado allí, miré a través de la ventana y vi una camioneta azul de la policía. Me llamó la atención ese hecho. Vino un funcionario de la Embajada, me llamó por mi apellido y dijo que podía bajar un momento al piso de abajo. Bajé con él, y me llevó a una oficina, que después supe que era el consulado. Tenía una puerta de vidrio, desde la cual podía ver hacia afuera y podía ser visto por los que estaban parados del otro lado. Allí estaban el consejero, el embajador y el comisario (con otro cana) quien había dirigido mi captura y mi tortura. Raúl Pressa, se llama.
“¿Estos hijos de puta serán capaces de entregarme?”, me decía a mí mismo.
Me fui directo hasta donde estaba el embajador y le dije: “Doctor Julio Ramos, yo sé que usted es un hombre respetuoso de los Derechos Humanos, por eso vengo a la embajada venezolana a pedir asilo político”. El policía, a dos metros frente de mí, me preguntó “¿así que te escapaste paraguayo?”.
“Sí, me escapé”, le respondí.
“Nosotros creímos que te íbamos a encontrar muerto a dos cuadras cerca del
Hospital”, me dijo. A lo que le respondí: “¿Ahora se preocupan por mi vida, después de haberme torturado cuatro días y cuatro noches?”. “¿Usted sabe que su madre está aquí?”. Fingí no saberlo. Entonces me señaló que en vista de que me había fugado, detuvieron a mi madre, a mi esposa y a mis hijos. Ahí le pregunté indignado si no tenía familia para que se ensañaran de esa forma conmigo. Le enseñé la cicatriz al embajador para que viera las consecuencias de las torturas que me habían infringido durante mi cautiverio.
Todavía en esas condiciones, el policía estaba tratando de interrogarme. Me preguntaba a dónde había ido después de escapar del Hospital. Yo evadí las preguntas y luego le dije al embajador que esos señores eran del servicio de inteligencia de la policía política de Uruguay y que yo me encontraba en territorio de la República de Venezuela, por lo que le rogaba que no permitiera que ellos llevaran adelante un interrogatorio. El embajador me dio la razón.
El comisario pidió hablar en privado por teléfono con el Jefe de Policía.
Se retiró a otra oficina. Todos los empleados de la embajada estaban en la puerta y no permitían que nadie entrara ni saliera de la sede diplomática.
Al salir, el torturador preguntó al embajador si yo me quedaba allí. El diplomático respondió que sí, que me quedaba bajo su responsabilidad. Yo comencé de nuevo a insultar a los policías, pero los diplomáticos me pidieron que me calmara y me invitaron a la cocina a tomar café. Allí estuve 53 días. Leí Doña Bárbara en esos días y el director de la biblioteca (Germán Riet) tenía que traducirme algunas cosas, como “catire”.
Durante mi permanencia en la embajada de Venezuela, a la cancillería de Caracas llegaron cientos de cartas y telegramas de organismos de derechos humanos internacionales pidiendo me fuera concedido el asilo político.
Durante los primeros días, lo que más me preocupaba era mi familia. Sobre todo después de que el policía me dijo que los habían detenido. Le pedí al consejero de la embajada que me ayudara y enseguida me dijo que enviarían “un carro” de la embajada a buscarlos. Así fue que recibí la primera visita familiar.
Como asilado político puse como condición que teníamos que salir todos juntos de Montevideo y así lo hicimos. Nos fuimos toda la familia en el mismo vuelo. Demoramos porque el consulado de Paraguay (el gobierno de Stroessner) no quería darme el pasaporte. Al final me otorgó un papel que duraba 48 horas. Llegamos a Caracas el 10 de septiembre del 75, al otro día ya no tenía documentos.
A mí siempre me llamó la atención cómo fue que llegó la policía a la Embajada de Venezuela en Montevideo. Un año después, el 28 de junio de 1976 fue secuestrada de esa misma sede diplomática nuestra compañera Elena Quinteros, quien posteriormente fue asesinada. A raíz de ese incidente Venezuela rompió relaciones diplomáticas con Uruguay.
Ya en Venezuela, cuando nosotros vivíamos en Los Teques, un día nos invitaron al cumpleaños de un compañero uruguayo que vivía en El Marqués.
Yo no quería ir porque quedaba muy lejos pero me insistieron y me ofrecieron que me quedara a dormir allí. Cuando llegué a esa celebración, apenas entré, se levantó un hombre de barbas, era Carlos Baptista Olivares, quien me había recibido en la embajada venezolana en Uruguay, siendo él en ese entonces consejero político de la misión diplomática.
Hablamos un rato y aproveché a preguntarle: “Mire, doctor, tengo una interrogante que siempre he querido hacerle. ¿Cómo fue que la policía llegó a la embajada de Venezuela a buscarme?” Él respondió: “Cuando tú llegaste a la embajada, como no tenías documentos ni nada que te identificara, llamé al director del Hospital Militar. Le dije que en nuestra sede diplomática se encontraba un ciudadano paraguayo de nombre Joel Atilio Cazal, quien decía ser perseguido político del gobierno uruguayo. Él me respondió que se trataba de un delincuente común y que inmediatamente enviarían a la policía para buscarlo. Claro, por tu forma de hablar yo sabía que no eras un delincuente común y que en realidad eras perseguido político”.
La vida es sencilla
Yo salí de Paraguay a los 29 años. Estuve en Uruguay hasta los 34 años.
Durante ese tiempo estuve militando en la causa de Uruguay. En Venezuela creció mi causa, se hizo más latinoamericana. Desde Caracas me he relacionado con muchos movimientos revolucionarios, progresistas y democráticos del continente. He aprendido a vivir y creo que la vida es sencilla, no es tan complicada. Nosotros la complicamos bastante. Tengo 60 años. Estoy contento conmigo y lo único que lamento es no ser más joven para seguir haciendo más cosas en la lucha y en la solidaridad con los pueblos.
En Caracas me ha correspondido trabajar en múltiples actividades de solidaridad y muchas personas cuando firmaban una carta, una solicitud o un manifiesto, me preguntaba si de verdad su firma servía de algo. Siempre he repondido que sí sirve de mucho.
He sido y soy siempre el mismo. No he cambiado, pero es que la lucha sigue siendo la misma. El imperialismo sigue siendo el mismo. La explotación del hombre por el hombre sigue existiendo, la miseria, el oprobio, la desocupación. Recuerdo que Julio Spósito, un compañero uruguayo asesinado en 1971, militante de la teología de la liberación, a quien conocíamos como
“El Cristiano”. El siempre repetía: “La lucha es el único camino”. Creo que esa sentencia es totalmente cierta y válida. Por lo menos, puedo decir que para mí cada vez es más útil. Con alegría he descubierto estos últimos años que la utopía está en todos lados. Claro que no uso esta palabra como algo irrealizable. Todo lo contrario, nuestros objetivos son claros y concretos. Pero debemos entender que cada país tiene su situación específica y las salidas para cada uno se corresponden con esa situación. No hay una fórmula para todos. Venezuela es un buen ejemplo de ello. No se trata de que este país esté construyendo un modelo socialista ni de ningún otro tipo, siguen su proceso de acuerdo a sus tradiciones y a su historia, se afirman en el ideal bolivariano para impulsar transformaciones democráticas en un marco de justicia social.
Aquí nació nuestra cuarta hija Mariana y nuestros nietos: Ernesto, Andrea, Joelito, Juan Fernando y Emiliana.