Estado plurinacional-pueblo, una construcción inédita en Bolivia
Publicado el 08/01/10 a las 12:05 am
En enero de 2009 las bolivianas y bolivianos aprobamos una Nueva Constitución Política del Estado. En esta Carta Magna convergían muchas historias y memorias que coexistieron durante diferentes ciclos: la crisis de los partidos políticos, la democracia representativa y el modelo económico neoliberal que hacía emerger la demanda de la nacionalización de los recursos y el control social y que resonaba a la revolución de 1952, donde se movilizaron mineros, campesinos y clase media contra la antinación (el Estado liberal minero). Pero también emergía con una fuerza sin precedentes la memoria de las luchas anticoloniales que trascendían y confrontaban al Estado-nación boliviano: Tomás Katari, Tupac Katari (1781), Zárate Willka (1899), el líder guarayo Andrés Guayocho (1887), la batalla de Kuruyuki de los guaraníes (1892), el movimiento de los caciques apoderados (1900-1930), el indianismo y el katarismo (1970s), la demanda de tierra-territorio de los indígenas de tierras bajas (1990s), etc.
Evo Morales encarna esta intersección de un horizonte nacional popular, surgido desde el interior del Estado-nación en la Guerra del Chaco (1932-1936) y condensado en la Revolución de 1952 y el horizonte anticolonial, cuyas resistencias empezaron durante los primeros años de la conquista y tuvieron su punto más alto en 1781, con episodios profundos -porque emergían desde fuera del Estado-nación- pero no tan generalizados territorialmente durante los doscientos años de historia republicana, hasta ahora.
Pero, ¿es ésta una intersección inédita, en el sentido de que ambos horizontes corrieron paralelos sin tocarse? Y si así fuera, ¿en qué consiste esta intersección y cuáles son las alternativas de construcción política que se nos abren en el presente? Las sublevaciones a las que hacemos referencia nunca fueron «puras» en el sentido de que se dieron en un contexto colonial al que luego se superpuso el contexto nacional continuando y acentuando de nuevas maneras las contradicciones anteriores; pero sí hubo mayor peso simbólico de uno u otro horizonte, según los sujetos que liderizaran las sublevaciones y nuclearan las alianzas, fueran indígenas o mestizos. Sin embargo, cualquiera de los dos debía enfrentar el «hecho colonial-nacional» que había producido el abigarramiento, esto es, sujetos que viven diferentes condiciones de dominación (étnica, de clase, de género) frente al sistema y cuya relación con el otro es la de una (auto)negación encadenada (uno sobre y contra el otro).
Así, las resistencias anticoloniales optaron por estrategias de alianza subordinada con sectores mestizos, vecinos de los pueblos, artesanos, mineros, obreros intelectuales que podían disolverse, por sus contradicciones internas, hasta llegar a un enfrentamiento total. De la misma manera, los movimientos nacionales requirieron interpelar y articular de manera subordinada a los indígenas para lograr los cambios propuestos. Aunque estas alianzas mestizas del horizonte nacional-popular tuvieron mayor éxito porque construyeron nuevos sistemas políticos, acabaron en la reproducción del Estado-nación moderno que continuó la dominación colonial y también la capitalista: la independencia de la república, el Estado liberal de 1899, el Estado nacionalista de 1952 y el Estado neoliberal de 1985.
¿Cuáles son las posibilidades de construcción de lo inédito, es decir, de romper la rutina de las determinaciones de la historia, de la dominación racial escalonada que se articula a inserciones desiguales en el capitalismo y la modernidad? ¿Qué tipo de articulación entre los sujetos que componen lo abigarrado de Bolivia permitirá una hegemonía sin dominación, con la fuerza suficiente para construir un nuevo sistema político? El reto de este período histórico parece ser convertir lo abigarrado o el hecho colonial-nacional en una articulación compleja sin dominación, una intersección entre los horizontes indígena y nacional-popular que tenga la fuerza de constituir lo inédito. Ni descolonización solamente como «restitución» de las identidades culturales indígenas ni realización de las promesas incumplidas de la modernidad, ¿pero, entonces qué?
La nueva constitución boliviana plantea este proyecto -que aún requiere una teoría política, una ingeniería institucional, y lo más importante, la constitución de nuevas subjetividades políticas- del Estado plurinacional. En el preámbulo de la constitución se reconocen estas memorias de resistencia para construir un nuevo Estado:
«El pueblo boliviano, de composición plural, desde la profundidad de la historia, inspirado en las luchas del pasado, en la sublevación indígena anticolonial, en la independencia, en las luchas populares de liberación, en las marchas indígenas, sociales y sindicales, en las guerras del agua y de octubre, en las luchas por la tierra y territorio, con la memoria de nuestros mártires, construimos un nuevo Estado».
La profundidad de la historia aludida recupera las fuentes de resistencia que habíamos señalado, tanto la vertiente popular como la indígena; es decir, se ubica como una ruptura vertical que atraviesa los varios estratos de dominación, los del tiempo colonial que irrumpen también en los ciclos nacionales, y los del tiempo nacional que responden a las continuas metamorfosis de la dominación, pero que de manera simultánea construyen nuevos y compartidos sentidos de resistencia.
Pero si la memoria del pasado indígena y popular se reactiva en el presente como una potencia capaz de paralizar el orden vigente en 2003 y construir un nuevo Estado, el que propone la constitución, aparece un ejercicio de creación de alternativas, que aquí pensamos como la relación entre pueblo, Estado y pluralismo, que aunque toma como marco general el Estado-nación, lo reconfigura porque piensa lo abigarrado desde la forma de organización social y simbólica indígena, es decir, desde un horizonte que no es el moderno.
LA SEPARACIÓN DE HORIZONTES
La separación entre lo que Zavaleta Mercado llamó lo nacional popular y las rebeliones anticoloniales se da entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, pero como una interpretación a posteriori, es decir, desde la historiografía republicana que definió, bajo los marcos de sentido de la época, cuáles fueron los movimientos independentistas y cuáles no lo eran. Y es que el reconocimiento de las luchas independentistas en 1809, en lo que ahora es Bolivia, pero que atraviesan todo el continente, se separa de la vertiente anticolonial indígena por la concepción de emancipación que proponía. Mientras Tupac Amaru y Tupak Katari pensaron en el retorno a un tiempo anterior a la colonia española, los independentistas optaron por el proyecto de la independencia americana y la revolución francesa, la constitución de un Estado-nación moderno.
Sin embargo, esta separación está por revisarse en nuestra historiografía, aun la crítica, porque, por ejemplo para el caso de Tupak Katari, su sublevación no puede ser reducida a un retorno al pasado anterior a los españoles, sino como la búsqueda de retomar un desarrollo civilizatorio bloqueado por la conquista. Pero esta continuación supuso una ruptura, incluso de la tradición prehispánica, una democratización de las comunidades indígenas que rompió no solamente con la dominación española sino también con su sistema precolonial de caciques hereditarios que habían sido articulados a la maquinaria estatal española. No era una respuesta arcaica, sino una renovación desde su momento presente. Durante este ciclo de rebelión del Alto Perú se propuso que el «rey es el común por el que mandan» todos y se instauró -posiblemente por primera vez- un sistema de rotación de cargos que democratizaba el poder político al interior de las comunidades, en un período anterior a la revolución francesa y sin contacto con las ideas de independencia de Estados Unidos (el propio Tupak Katari no hablaba y menos leía el español, y por tanto no pudo conocer estos textos).
El profundo cuestionamiento de esta rebelión indígena al sistema político colonial, pero también al precolonial, y su red de relaciones con la población mestiza, fue negado por los criollos, quienes asumieron (tras la mortandad y exclusión de los sectores independentistas populares) la condición de conductores de la república. Desde entonces la mirada oficial sobre el ciclo de rebeliones indígenas fue la de una «guerra de razas» y no un antecedente para la independencia, que sin embargo contenía un horizonte de independencia de la colonia, aunque diferente al Estado-nación moderno.
Bajo esta exclusión inaugural de los indígenas se construyó hasta la segunda mitad del siglo XX un sistema político de ciudadanía de la minoría -hombres criollos, letrados y propietarios- y un Estado que vivió del tributo indígena, posibilitó la usurpación de las tierras comunitarias (que incluso habían sobrevivido al Estado colonial español), y que desde el auge de la minería del estaño se articuló al mercado internacional y al sistema- mundo en construcción con la explotación de materia prima y el disciplinamiento de la fuerza de trabajo.
La revolución de 1952, como un segundo momento constitutivo nacional, surge bajo este contexto de dominación. Los mineros, hijos del enclave capitalista del estaño, logran articular a los indígenas, que habían estado movilizados para la recuperación de sus tierras, y a capas medias y de obreros urbanos, excluidos de la riqueza que generaban y de la ciudadanía. La nacionalización de las minas, la declaración de la ciudadanía universal, la destrucción de las haciendas y la reforma agraria y una educación universal habían sido logros del movimiento popular e indígena que, sin embargo, no tuvo un proyecto político propio. La revolución fue entregada al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), partido político que constituyó un capitalismo de Estado, una burguesía agroindustrial en el Oriente, y una nación homogénea mediante el mestizaje.
La dominación colonial (negación del indígena) y la dominación capitalista (subsunción formal de mano de obra y desestructuración de economías «precapitalistas») se reprodujeron bajo nuevas formas. La comunidad indígena acabó siendo pensada como campesinos fragmentados, con títulos individuales de sus tierras, fragmentación hereditaria y consecuente migración hacia las ciudades; su nueva forma política, el sindicato, fue prebendalizada por el pacto militar-campesino y legitimó los gobiernos dictatoriales y su represión a los mineros, y su inserción a la nación como mestizos, es decir, exigiendo la negación de su origen y formas de vida. La continuidad del capitalismo de Estado sólo era posible con dictaduras militares que persiguieron al movimiento minero, privatizaron la tierra en el oriente del país, y finalmente cerraron minas y desmantelaron las empresas estatales, desde 1985. El capitalismo de Estado, por vía dictatorial, acabó en el neoliberalismo.
Esta historia de movilizaciones sociales que terminan funcionalizadas a la dominación, se repitió en este ciclo neoliberal. El sujeto minero de la vertiente nacional popular había desaparecido con el cierre de las minas y la vertiente indígena anticolonial fue inicialmente cooptada bajo el discurso multicultural. La privatización de las empresas estatales y de la economía boliviana buscaba legitimarse bajo reformas sociales multiculturales, pero subordinadas al capital transnacional.
El fin de la historia en este país aparecía como la inclusión abstracta de la ciudadanía en la diversidad, los derechos individuales y colectivos, la educación única pero bilingüe; era la imagen de un Estado mínimo y una nación como masa amorfa de individuos articulados por el mercado, bajo la promesa de reconocimiento de sus capitales económicos, sociales, culturales y étnicos para el ascenso social. En realidad, los productores y consumidores eran los menos; el resto, en las ciudades y el campo, indígenas y mestizos pobres e informales eran los desechables del sistema.
La crisis política que empezó en 2000, con la protesta contra la privatización del agua, que continuó con las movilizaciones indígenas contra un multiculturalismo excluyente, con la constatación de las dos Bolivia, y que articuló a todos los sectores indígenas y populares mediante la demanda de la nacionalización del gas, respondía a las contradicciones irresueltas de larga y corta data. Con una característica diferente, el movimiento indígena encaraba un proyecto político propio que interpelaba y articulaba a los sectores populares: la construcción de un Estado plurinacional.
¿Cómo es que el movimiento indígena puede nuclear a otros sujetos bajo un proyecto común que tuvo la fuerza de derribar el orden anterior, superar una oposición que estaba dispuesta a llegar a la guerra civil y el separatismo, y aprobar una nueva constitución? El largo y penoso camino de la Asamblea Constituyente y la aprobación del texto demuestran que, por primera vez en la historia republicana, el sujeto indígena pudo articular la vertiente nacional-popular con su horizonte de autogobierno, en la construcción de un nuevo Estado. Esta inédita capacidad de representación indígena de la nación boliviana (en el marco del Estado-nación moderno) tuvo dos condiciones: el vaciamiento de la representación nacional, dado por la de-constitución del sujeto nacional tradicional, mestizos y criollos, y el planteamiento de una relación social nueva entre lo abigarrado, visibilizada desde el horizonte indígena. Veamos.
EL VACIAMIENTO DE LA REPRESENTACIÓN NACIONAL
Las transformaciones en el sistema político que se dieron en la vida republicana se lograron a partir de movilizaciones masivas, ya sean populares o indígenas; sin embargo, siempre acabaron atrapadas en una reproducción de las contradicciones coloniales y capitalistas. Parecía ser que mientras los cuestionamientos al sistema político se realizaran al interior del Estado-nación, el liderazgo criollo mestizo que representó desde la independencia esta forma política se rearticulaba en el poder. Es decir, pese a los cuestionamientos a sectores de la élite (organizados en versiones liberales o proteccionistas, en regiones como Chuquisaca y luego La Paz, en diferentes partidos políticos), un nuevo sector criollo-mestizo canalizaba las movilizaciones y lograba representar un proyecto nacional.
Zavaleta Mercado llama paradoja señorial a esta «insólita capacidad de ratificación de la clase dominante a través de las diversas fases estatales, de cambios sociales inmensos e incluso de varios modos de producción. De esta manera, así como la revolución nacional es algo así como una revolución burguesa hecha contra la burguesía, el desarrollo de la misma es la colocación de sus factores al servicio de la reposición oligárquico-señorial. La carga señorial resulta así una verdadera constante del desenvolvimiento de la historia de Bolivia».
Sin embargo, algo que no podía preverse hasta el 2000, pero que había nacido en la Revolución de 1952, fue que esta reposición oligárquico-señorial dejó de ser nacional. Cuando el MNR y luego la dictadura de Banzer apostaron por la construcción de una burguesía nacional agroindustrial en el oriente boliviano y un mestizaje unificador, no se imaginaron que esta burguesía acabaría desnacionalizada, incapaz de constituir un proyecto nacional; es decir, hay una recomposición señorial, a partir de mestizajes regionales (la cruceñidad), pero no nacional. Por eso es que, aunque inicialmente la oposición política a Evo Morales intenta articular varias regiones con la demanda de autonomías (la ‘Media Luna’), deviene en un proyecto separatista, de constitución de un nuevo Estado-nación.
Esta descomposición del sujeto nacional tradicional, de su incapacidad para representar -aunque sea de manera aparente- un proyecto nacional renovado, configura una interpelación inédita para el sujeto indígena: hacerse cargo de la nación. A partir del análisis que hemos realizado, esta interpelación es la posibilidad de articular a los sujetos que se constituyen bajo el horizonte nacional-popular (mineros, obreros, intelectuales, clases medias, maestros, identidades regionales) en un proyecto común. Este es el contexto del planteamiento del Estado plurinacional.
Dos grandes lecciones de la historia de los movimientos sociales en el siglo XX fueron que no existen leyes sociales ni inevitabilidades, es decir, que ningún proceso de cambio está garantizado, y segundo, que no hay sujetos únicos, que no basta un sujeto colectivo para llevar adelante transformaciones, más aún en contextos abigarrados como el boliviano, donde coexisten en contradicción varias formas de organización del mundo, modos de producción, constitución de subjetividades, formas políticas y densidades sociales heterogéneas o no completamente subsumidas al capital. En este sentido, el Estado plurinacional es un intento de construcción de un sistema político que sea capaz de articular estos modos de organización del mundo, estas culturas indígenas y no indígenas, más allá de la colonialidad capitalista. Pero este intento, plasmado en la nueva constitución política del Estado, es un punto de partida -no de llegada- que requiere la fuerza suficiente como para hacerse hegemónico, en el sentido común mayoritario, lograr construir una institucionalidad política y preservarse en el tiempo (la educación). Esta fuerza es sólo posible si el sujeto indígena no se piensa como sujeto único, es decir, no se vuelve autorreferencial, sino que nuclea, en torno al proyecto del Estado plurinacional, a otros sujetos, visiones de mundo, exclusiones y necesidades, etc.
Ahora el problema consiste en que la articulación de varios sujetos en la historia boliviana se ha dado en momentos de resistencia, cuando el orden dominante pierde su legitimidad y se torna violento en respuesta a la crítica, pero se debilita y fragmenta una vez que se ha logrado construir un nuevo sistema político. Esto también se debe a que los momentos de movilización masiva no pueden ser continuos, los sujetos organizados y movilizados en torno a cuestionamientos nucleadores (la nacionalización de los recursos, la recuperación de las tierras) vuelven al ámbito de lo particular, de la sobrevivencia cotidiana y las demandas específicas. Esta desmovilización permitió la recomposición señorial en los ciclos políticos anteriores. Pero entonces, ¿qué tipo de nucleamiento permitiría una articulación más estable entre varios sujetos capaces de mantenerla? Pensamos que una posibilidad estaría en el planteamiento que se ha hecho entre el nuevo Estado plurinacional y las autonomías, como formas de gobierno comunal y ciudadano (en las regiones) locales. Esta articulación continua, y que no se reduce al Estado como síntesis de la sociedad, podría ser el aporte del horizonte indígena de autogobierno.
Sin embargo, antes de pasar a lo que entendemos por este horizonte, es necesario retomar la lección de la no inevitabilidad de la historia tanto por la capacidad de reproducción de la dominación como por la posibilidad de construcción de alternativas. Apelo a esta lección por la lectura estática y dogmática que se pudiera hacer del Estado-nación como forma política moderna y dominante en sí misma.
Si el Estado-nación moderno que había nacido también de revoluciones sociales contra la dominación feudal de occidente, y de revoluciones anticoloniales en el «tercer mundo», se convirtió en el dispositivo político central de constitución del sistema-mundo del capitalismo industrial, hoy la globalización del capital financiero ya no lo necesita, y muchas veces es bloqueada, por este dispositivo. La consigna de lo global y lo local muestra esta metamorfosis del capital, cuya tendencia es la constitución de bloques políticos fuertes y pequeñas unidades políticas indefensas a la circulación del capital.
Esto significa que en la coyuntura mundial actual es necesario repensar al Estado-nación contra el capitalismo y la colonialidad, y no hacerlo podría resultar en una extrapolación (aplicar mecánicamente la funcionalidad del Estado-nación para el capitalismo del industrial al financiero) peligrosa y utilizable para la recomposición de la derecha en Bolivia y América Latina. Pero, también consideramos que una manera de repensarlo es superando el etnocentrismo que lo constituyó, a partir de un sujeto único y universal, el burgués, el proletario, el occidental, y que proyectó la homogeneización total de la sociedad por el capital y un patrón cultural y civilizatorio único.
La versión completa del texto publicado en este Cuaderno es parte de Ximena Soruco Sologuren, «Estado plurinacional-pueblo, una construcción inédita en Bolivia» en Observatorio Social de América Latina , CLACSO, Buenos Aires, año X, Nº 26, octubre de 2009.
Tomado el 7/1/09 de http://www.monde-diplomatique.es/isum/Main?ISUM_ID=Center&ISUM_SCR=externalServiceScr&ISUM_CIPH=07ruWZotuF0FIraEzMHAC3nndr!YsA577lSbbvmXmcI3Ay5uVMAOzWGJvT-TkhLWU0IK!60ZFxENOn10RSPf1ullkItnzKkVS9i9dKNdZUEp2UdJ-VMngj6arvyJXYUBSoAQ!O79PiQS75DJjzCKTfQ6QYxoXAKBrqF1BiSCLOgSMPc30lfkiqvzw2VmeiXwIMZjQIhl9T!D2!wsvIx6zCw-CCFStjQxI74Bj71trxfZkot5evpI!C-GLdapxflWox8TFNsPlYtp9HyvyV4qO0rbcob4Xa4K0TJVovfyzPHsS-blvggVBg__
Ensayo completo en http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/osal/osal26/04sologu.pdf