viernes 19 de abril, 2024

Justicia y poder político.

Publicado el 04/08/11 a las 2:30 pm

Foto: O. Bonilla

Por Constanza Moreira.

En un ciclo de charlas organizado por el Partido Socialista sobre “Alternativas a la caducidad”, el 29 de junio pasado, analizamos las alternativas legislativas, ejecutivas y judiciales para dejar sin efecto la ley de caducidad, en el marco de las recomendaciones de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, para los tres poderes del Estado.

En esa misma ocasión señalé que respecto de los derechos humanos la historia reciente indica que los tres poderes del Estado distan de ostentar un poder y una autonomía equivalentes. No dejo de sorprenderme por las repercusiones en la prensa (El País, 1-VII-11, Búsqueda, 9-VII-11) que ha tenido una afirmación tan elemental y tan sustanciada en la literatura conocida, y creo que por lo menos resulta poco serio el tono de alarma y escándalo nacional con que muchos reaccionaron. Asimismo, dada la liviandad, en algunos casos, y en otros la mala fe con que se han expedido al respecto, considero necesario dejar sentada mi ratificación –ahora ampliada e ilustrada– de las afirmaciones sostenidas en tal ocasión.

El Poder Ejecutivo es quien ha tenido el mayor poder de decisión en el tema de los derechos humanos, decisión que ha sido sancionada por la ley de caducidad, al otorgarle el poder –jurídico– de interpretar si el hecho investigado está comprendido o no en la ley y, en caso de así determinarlo, otorgar la clausura y el archivo de los antecedentes. A su vez, no sólo limitaba la capacidad interpretativa de la ley a los jueces, sino que determinaba el destino final de las investigaciones. Subordinaba así (y mientras la ley esté vigente, continúa subordinando) al poder político de turno, las posibilidades de una actuación independiente de la justicia.

El Parlamento, al sancionar la ley de caducidad en 1986 y no derogarla en los períodos subsiguientes, tampoco mostró autonomía suficiente del Poder Ejecutivo, puesto que buena parte de los legisladores esgrimieron argumentos más fácticos que jurídicos para sancionar una ley a todas luces inconstitucional, ya que violaba la autonomía relativa de los poderes, vulnerando así el principio republicano. El argumento de la ética de la “responsabilidad” (votar una ley de “pacificación” nacional) versus la ética de la “convicción” (conocer la verdad de lo sucedido y procesar a los culpables) sólo enmascaraba –aunque elegante y autorizadamente a través de la teoría weberiana– una verdad por todos conocida. A saber, que el Estado declaraba su inoperancia para actuar en relación a un poder fáctico del Estado: las Fuerzas Armadas. Para cuando la ley se sancionó ya había varios casos presentados por la justicia que el Ministerio de Defensa había resuelto archivar. Esto no era una desobediencia de los individuos sino un desacato de la institución pública armada en cuanto tal. El Parlamento vota una ley que ratifica esta flagrante desobediencia a través de la figura de la “caducidad” de la capacidad punitiva del Estado. La índole de lo prudencial (evitar el desacato) se antepuso a las consideraciones normativas (que hacen a la vigencia del Estado de derecho) y evidenció la falta de independencia del Parlamento.

La justicia quedó sin lugar a dudas subordinada al Poder Ejecutivo. Pero lo que demuestran los años subsiguientes es que la justicia, más que subordinada al Poder Ejecutivo, quedó subordinada al poder político. La historia que sigue después lo confirma. Cuando cambia el poder político, y la coalición política dominante en el Estado (de blancos y colorados) es sustituida por el Frente Amplio, la justicia comienza a ganar autonomía, o, en otras palabras, pierde subordinación relativa. Y lo hace, en primer lugar, porque el Poder Ejecutivo comienza, por primera vez en la historia, a declarar no comprendidos en la ley de caducidad algunos casos. En segundo lugar, porque el Poder Judicial, en un nuevo contexto político (no sólo doméstico, sino también internacional, lo que incluye los cambios en el derecho internacional), dicta una sentencia de inconstitucionalidad contra la ley, fijando clara autonomía respecto del Poder Ejecutivo. En tercer lugar, porque el Poder Ejecutivo, al revocar recientemente los actos realizados por los gobiernos anteriores en que tal o cual proceso se declaró comprendido en la ley de caducidad, remite nuevamente a la justicia la libertad del actuar. Estos tres movimientos evidencian que, siendo el Poder Ejecutivo dependiente del poder político circunstancial (esto es, del partido que esté en el gobierno), cuando cambia el poder político la justicia puede recuperar grados de libertad perdidos.

Así, resulta por lo menos paradójico que quienes acompañaron con sus votos, sus preferencias y sus ideas, la doctrina de la “caducidad” (doctrina en tanto cuerpo de ideas, normas y prácticas) manifiesten indignación por la constatación de una subordinación que ellos mismos se encargaron de imponer y perpetrar.

Pero examinemos estas afirmaciones, en abstracto y con la información y la perspectiva de los estudios académicos que existen sobre el tema. ¿Cuán independiente es el Poder Judicial uruguayo? ¿Cuán independiente es del Poder Ejecutivo?

Un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (bid), “La política de las políticas”, del año 2006, mide la independencia de los poderes judiciales en varios países de América Latina. En un sistema de evaluación de jueces (Foro Económico Mundial), el Poder Judicial uruguayo sale bastante bien (puntea 4,8 en una escala donde 0 es ninguna independencia y 7 es máxima independencia), y figura entre los cinco primeros lugares de América Latina. Pero en un ranking hecho con indicadores fácticos (no de opinión) Uruguay ya no sale bien, obtiene puntajes inferiores a los de la mitad de los países de la región. ¿A qué se debe esto y cómo se mide la independencia del Poder Judicial?

Varios estudios coinciden en señalar que en América Latina en general el Poder Judicial ha sido muy dependiente del Poder Ejecutivo, y sólo en las últimas décadas ha tendido a autonomizarse y ganar activismo propio. El estudio del bid señala que las justicias latinoamericanas se han caracterizado por carecer de activismo en relación a la interpretación de la ley, a la impugnación de la legalidad de las acciones ejecutivas y a la revisión de la constitucionalidad de las leyes. El caso uruguayo no es ajeno a ello: el activismo de la justicia no ha sido lo preponderante, y sólo recientemente se observa un relativo incremento del número de fallos judiciales contrarios al Ejecutivo.

La independencia del Poder Judicial puede ser evaluada al menos a través de tres aspectos. Una primera medida de la independencia, la más clásica, es la autonomía presupuestaria. La mayor independencia del Poder Judicial se da cuando éste goza de autonomía en la elaboración de su propio presupuesto (autonomía de la que goza el Poder Legislativo, por ejemplo). En Uruguay, el Poder Judicial elabora su propio presupuesto, pero es el Parlamento el que lo vota, y el Poder Ejecutivo el que decide sobre los montos globales. La dependencia del Poder Ejecutivo, sin embargo, no está solamente en esta falta de autonomía legal, sino en la forma en que aquél efectiviza su poder. En el año 1986 el Poder Ejecutivo vetó el presupuesto elaborado por el Poder Judicial y votado por el Parlamento. A partir de entonces, el Poder Ejecutivo se impuso. En el año 1999 se puso a consideración un plebiscito para darle autonomía presupuestaria al Poder Judicial: obtuvo 43 por ciento de los votos, y no fue aprobado. Ello resulta, entre otras cosas, en un reducido presupuesto del organismo: mientras en países como Argentina es de 1,1 por ciento del PBI, en Uruguay es de 0,3 por ciento del PBI, y consume apenas 1,3 por ciento del presupuesto nacional.

La segunda dimensión de la independencia del Poder Judicial es su capacidad de revisar la constitucionalidad de las leyes. Como fuera dicho antes, el Poder Judicial no ha sido muy activo en esto, aunque su activismo ha tendido a aumentar con el tiempo (lo que se refleja en un aumento de la confianza de la opinión pública en la institución, que ha crecido en los últimos cuatro años). Tampoco aquí el Poder Judicial se revela como muy potente puesto que, a diferencia de otros países, sólo puede aplicar el veto constitucional a leyes sobre los casos particulares y no a la generalidad de la ley, como en otros países. Esta es la razón por la que las sentencias de inconstitucionalidad contra la ley de caducidad van caso a caso, y el hecho de que la ley aún siga firme muestra que falta voluntad política de otros poderes del Estado (Parlamento, Ejecutivo) para efectivizar en forma general lo que la Suprema Corte ha sentenciado en forma particular.

La tercera dimensión que mide la independencia del Poder Judicial –y sobre la que no hay consenso– refiere a la transparencia y la meritocracia en la nominación de candidaturas y designación de jueces. El “Informe de desarrollo humano en Uruguay 2008” señala que “existen varios tipos de restricciones a la independencia de los jueces: la informalidad del sistema de reclutamiento, la ausencia de criterios transparentes para el ascenso y la sanción de los jueces, la dependencia de la Policía para las actuaciones en materia penal, la falta de recursos para la realización de investigaciones de delitos complejos –particularmente los de cuello blanco” (indh: 304).

En cuarto lugar, retomemos una de las afirmaciones más controvertidas, citada en las referidas fuentes: la de que “el Poder Judicial absorbe bastante del ánimo del contexto político en el que actúa” y que “es un poder político del Estado y no una suerte de poder autónomo”.

La idea de que la justicia es un poder político del Estado debió haber sido separada –en el artículo de prensa que recoge mis dichos– de la idea del condicionamiento del Poder Ejecutivo (referido al campo de los derechos humanos), pero la selección de las frases, sueltas, adicionadas una con otra, tendió a tergiversar mi pensamiento. Remitiré a tres argumentos, sancionados en la literatura sobre el tema, para evidenciar que no existen poderes autónomos de la política en ninguna concepción republicana seria. Pero veamos algunos ejemplos para ilustrar el punto.

La conformación de la Suprema Corte de Justicia depende de la sanción política, a través del Parlamento. Los ministros de la Suprema Corte deben ser aprobados por el Senado, y para ello se requieren dos tercios de los votos, lo que supedita, de hecho, el nombramiento de estos ministros a la existencia de un “consenso político”. Recuérdese que, a la salida de la dictadura, la estrategia colorada consistía en mantener la continuidad de la magistratura anterior, mientras blancos y frenteamplistas insistían en la designación de nuevos miembros, puesto que los anteriores habían sido designados por la dictadura. La solución –política– transaccional hizo que algunos quedaran y otros no. De hecho, se mantuvo un magistrado que luego fue clave en la sentencia de constitucionalidad de la ley de caducidad. En palabras del doctor Oscar Sarlo en “El sistema judicial uruguayo: un ensayo de interpretación histórica y política”: “el tiempo demostraría que el éxito de la estrategia amnistiadora comenzó a construirse desde esta batalla, porque la sentencia que avaló la ley de caducidad salió por mayoría de dos a tres, gracias al voto de Addiego Bruno”. El catedrático subraya, en el mismo documento, que de acuerdo a un sondeo de magistrados realizado en 1988, éstos “se sentían impotentes y solos para actuar en casos que involucraban a la Policía, los derechos humanos y los delitos de cuello blanco”. El caso Berríos confirma esto: mientras la justicia chilena había procesado ya a los autores del crimen, en Uruguay la investigación no salía de la etapa presumarial.

El Informe de Desarrollo Humano ya citado señala que, pese a las fortalezas de nuestro sistema judicial, cabe destacar que “sin embargo, es claro que la actuación autónoma del Poder Judicial no se ha producido frente a consensos fuertes del sistema político ni frente a una combinación de mayorías políticas y actores con fuerte poder de veto: el caso de las investigaciones de las violaciones de derechos humanos en la dictadura es paradigmático. Por el contrario, la autonomía del Poder Judicial es más probable cuando no existen consensos fuertes en el sistema político”. (indh: 306)

Finalizo con las expresiones del mismo Oscar Sarlo en una entrevista realizada en el programa radial En perspectiva (El Espectador, 12 de junio de 2006), donde señala que “otra idea muy alejada de la realidad que siempre se maneja es que el Poder Judicial, o el sistema judicial en su conjunto, es algo totalmente ajeno a la política, que es un sistema que funciona con total autonomía. Que teóricamente sea un poder independiente no quiere decir que no sea un poder político. La propia Constitución marca que es un poder político, es uno de los poderes de gobierno”.

Los factores que limitan la independencia del Poder Judicial son por todos conocidos y no tienen nada que ver con la reconocida honestidad de los jueces, su apoliticidad pública o la profesionalidad de su carrera. La contribución al fortalecimiento del Poder Judicial parte del examen de sus limitaciones y no de la pura retórica “indignada” de quienes protestan contra cualquier juicio sereno sobre las mismas en lugar de focalizar sus esfuerzos en remover los obstáculos que impiden su accionar.

Tomado de BRECHA, N° 1338, 15/7/11, http://www.brecha.com.uy/component/flexicontent/items/item/8803-justicia-y-poder-politico-

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